miércoles, 11 de diciembre de 2013

Nysnø

   

     Recuerdo dos cuadros en el salón de mi infancia: unas bailarinas de Degas y un paisaje campestre, difuminado en mi memoria, pero, sin duda más cerca de la pradera inglesa que de nuestra campiña. Cómo llegaron esos cuadros al salón de mis padres y dónde están ahora son dos misterios que trataré de resolver en los próximos días junto a mi madre en Córdoba.

    Uno de los peores recuerdos de mi infancia tiene que ver con un dibujo, mejor dicho, con un intento de dibujo. Fue en segundo de EGB. D. Juan, el profesor titular estaba enfermo y vino una profesora sustituta. No recuerdo que hicimos durante las primeras dos horas, pero no me cuesta imaginar el pequeño follón que armaríamos valiéndonos de la ausencia de D. Juan y su temida regla "Felisa". Al sonar la campana que anunciaba el recreo, los nervios de la sustituta deberían estar ya al límite, y bien puedo imaginar que, durante nuestra media hora de bocadillo y fútbol al pelotón, ella se dedico a concebir un plan para tenernos tranquilitos el resto de la jornada. Su plan maestro consistía en hacernos abrir un libro de lectura por una página que mostraba a un hombre vestido de flamenco y contorsionándose a página completa. Cuando todos teníamos el libro abierto por la página señalada, ella pronunció la terrible frase que puede resumirse en un: quiero que me copiéis este dibujo en una hoja en blanco.
     Para mí fueron las dos horas más terribles de la EGB.
     Desde "Parvulitos" estaba acostumbrado a ser muy rápido y muy bueno leyendo, tanto que abrumaba a los profesores titulares, y a ser bastante rápido y bastante bueno con las sumas y restas, y a tener una caligrafía legible, cosa que a esa temprana edad tiene bastante mérito. Como contrapunto, que nadie puede ser bueno en todo, era un perfecto inútil a la hora de dibujar. Creo que ni calcar se me llegó a dar bien. Me recuerdo al borde de la histeria, luchando contra las lágrimas y el papel, y terriblemente sorprendido y frustrado al ver que era incapaz de lograr dibujar algo que al menos tuviese el aspecto de cuerpo humano. Tengo que reconocer que todavía me frustró más, casi hasta el punto de depresión infantil, ver que algunos de mis compañeros de los del grupo "balbucea cuando lee, suma con los dedos y se equivoca, caligrafía abstracta" había hecho una copia casi perfecta de aquel idiota que se había puesto a bailar, vestido de flamenco, para amargarme el día.

     Por suerte, esta terrible experiencia no llegó a traumatizarme más allá de la desconfianza que, desde aquel día,  le tengo a cualquier sustituto.

     A pesar de mi manifiesta inutilidad para la creación, y quizá por eso mismo, admiro profundamente en otros la capacidad para crear belleza de la nada, para ver la realidad de otra manera, interpretar, ordenar, dar sentido, redescubrir el mundo, su mundo; y plasmarlo en pinceladas con el poder de conmover a quien, sin prisa, se detiene frente a ellas.
   
     Lo poco que sé de arte, se lo debo agradecer a D. Andrés y D. Juan Manuel, profesores de Historia e Historia del Arte en Salesianos. Ellos me enseñaron a mirar y descubrir la belleza y el significado que contenían los monumentos, esculturas y pinturas que estudiaba. Y además, sabían hacerlo de forma divertida.

     En el salón de mi casa materna, ya no están aquellos cuadros-copia de mi infancia. Adornan el nuevo salón un par de cuadros de la Virgen, de un pintor que tiene su taller a pocos metros de nuestra casa, una costurera del mismo autor, y la litografía de la Torre de la Mezquita que le regalamos a mamá por nuestra boda. Sin embargo, yo, que ya he habitado varios salones propios, nunca conseguí encontrar un cuadro que colgar de sus paredes, entre otras cosas porque me negaba a poner cualquier cosa para tapar el vacío y porque me repele colgar un cuadro-copia o un cuadro Ikea. Sólo dos cuadros: uno que pintó para mí, enmarcó y me regaló mi hermano y otro, muy simple, sólo seis espigas de trigo simétricas y sobre un lienzo basto, pintado por una aficionada y comprado en una feria de verano en el Bygde Tun de Hemnes; tuvieron para mí el valor necesario para completar un espacio.

     Sin embargo, tras esta larguísima introducción, tengo que asumir la compra de un cuadro-copia. Intentaré, a partir de ahora, justificar esta decisión.

     A pocos metros de nuestra nueva casa, hay una tienda de artículos de segunda mano, ASVO. Los beneficios que se obtienen de las ventas van destinados a personas discapacitadas, con problemas de adicción...
     Cada mañana, cuando salimos a pasear a Matías, pasamos junto a los escaparates y miramos desde la calle, por si vemos algo nuevo. Una mañana, hace unas semanas, un cuadro nos llamó la atención. Por lo poco que sé de arte, no identifiqué la obra. Pensé que, quizá, era de un pintor local aficionado que, con lo poco que se de arte deduje, le había dado un estilo Munch a su pintura. Como el paseo de ese día fue por la tarde, la tienda estaba cerrada y no pudimos entrar para ver el cuadro de cerca. A la mañana siguiente comprobamos que la pintura no era más que una lámina,  y que el estilo era tan Munch como que se trataba de uno de sus cuadros. Inmediatamente le anuncié a Nathaly mi firme resolución de no poner ninguna lámina de un cuadro conocido en la pared de mi salón. Nathaly no quedó nada conforme con mi firme, firmísima, decisión. Un día después, coincidiendo con nuestro paseo matutino, vimos a una pareja, mucho más madura que nosotros, mirando el cuadro con mucha, muchísima, atención. En ese momento, dos pensamientos cruzaron mi cabeza a la velocidad del rayo: si ellos compran el cuadro, Nathaly me lo va a estar recordando toda la eternidad; pero, si nosotros, que somos una pareja bastante menos madura, aceleramos el paso, les adelantamos por la derecha, y Nathaly entra mientras yo bloqueo la puerta con el carrito de Matías; llegamos al cuadro antes que ellos. Dicho y hecho. Reconozco que me subió un poco la temperatura cuando la cara de la señora, tan simpática ayudándome con el carrito de Matías en la puerta, se congeló al ver a Nathaly venir hacia mí con el cuadro bajo el brazo.

     Además de esta serie de acontecimientos nada frecuentes, debo señalar, en mi defensa, que el cambio en mi firme, firmísima, decisión se ve atenuado porque se trata de una obra desconocida, desconocidísima, del autor de "El Grito"; porque Munch es un pintor Noruego, y Noruega tiene tan poca población que cualquiera de los genios que ha dado esta tierra nórdica, puedo ser considerado un autor local, porque escucharle a Nathaly aquello de "por tu culpa no compramos aquel cuadrito" toda la eternidad, no tendría ninguna gracia;  porque, pensándolo bien, aquel cuadro había estado colgado del salón de alguien durante muchos años, y eso, quieras que no, ya le da valor de antigüedad; y, por último, porque, qué carajo, el cuadrito a mí también me gustaba un montón.





          Después de llegar a casa y reírnos un rato de nuestras carreritas mal disimuladas por la tienda, le encontramos un modesto rinconcito al que, espero, sea el único cuadro-copia de mi salón. Eso sí, ya le he avisado a Nathaly de que si algún día me da por colgar un cuadro-Ikea, debe llevarme inmediatamente al psiquiatra.





     Este año, la nieve se ha hecho esperar más de lo habitual, no hace más de cuatro días que hizo su aparición en nuestra calle. Cosas del cambio climático, supongo. Qué miedo me da de pensarlo. Esta es nuestra pequeña avenida. Verdad que se parece un poco a la del cuadro, quizá por eso nos gustó tanto. Ojalá que, toda la eternidad,  esta diminuta avenida de pueblo se llene de nieve en invierno,  y los hijos de los hijos de Matías. Kevin y Erik, estén donde estén, puedan mirar estas fotos y reconocer el paisaje, y puedan seguir disfrutando rodando por la nieve, haciendo muñecos gigantes o entablando feroz batalla de inofensivas bolas blancas. 




     Este año toca Navidad cordobesa, cuento los días y los cafés que me faltan para aterrizar en Málaga y llegar a Córdoba y comerme una Delicia y una Logroñesa y cachito de El Almendro y cantar villancicos de Manolo Escobar y Yerbabuena y pasear y tomarme un fino y decir Feliz Navidad,  ir a la misa del gallo y hartarme de ver nacimientos...
     El año que viene, si Dios quiere, celebraremos la Navidad junto a nuestro maravilloso abeto, que no me canso de mirar cada día desde mi ventana.




lunes, 9 de diciembre de 2013

Blue Mountain



     Reconozco que hasta que llegué a Barcelona, desconocía el sabor de un buen café. Fue más o menos a los 20 cuando empecé a tomar café con cierta asiduidad. En aquella época, en realidad, me gustaba más una buena taza de te; pero mi madre no perdonaba su dulce de sobremesa, su brasero en invierno y su café. Por el gusto de acompañarla en aquel modesto ritual y, también, por alargar hasta las tres (hora a la que empezaba Diálogos con la música) el terrible momento de subir a mi cuartillo en la azotea, donde, después de escuchar a Ramón Trecet me dedicaba a perder el tiempo con un libro de Derecho abierto sobre mi mesa; me fui acostumbrado a aquel cafe de sobremesa. 

     Por más que nos empeñamos en utilizar distintas cafeteras, filtros de papel para aumentar la presión, usar café en grano recién molido en casa o usar distintos tipos de café; al final líquido que obteníamos no era más que un flojo café de puchero que acompañábamos con un bollo y una charla sobre mis estudios en la que intentaba tranquilizar a mi madre y con la que sólo conseguía desequilibrarme más a mí mismo.

     Cuando el engaño ya no dio más y con un café de sobremesa reconocí ser terriblemente infeliz en la Facultad de Derecho, empezó a fraguarse mí huída a Barcelona.  Recién llegado a la Ciudad Condal,  una de las primeras cosas que hice fue tomar un café con mi amigo Juanma. De entrada me sorprendió el tamaño de la taza, diminuta, y cuando el camarero dejó la taza sobre nuestra mesa, me sorprendió todavía más que la diminuta taza estuviese medio vacía o medio llena (allá cada cual con su forma de ver la vida y los vasos o tazas). Yo había llegado a Cataluña sin prejuicios, bueno, intentando no tener prejuicios; pero viendo aquella ridícula taza de café medio llena, no pude evitar pensar en ciertos tópicos.  Por si fuera poco, el precio era excesivo para mi economía de estudiante, y además era más caro si, como nosotros, te tomabas el café sentado en una mesita que si te lo tomabas en la barra. Y estoy hablando de pesetas, que meses después con el dichoso euro...

     Señalado todo esto, tengo que reconocer que, ya con el primer sorbo, descubrí que lo que había estado bebiendo hasta ahora no tenía nada que ver con el precioso y escaso (como todo lo precioso) contenido de aquella diminuta taza. En ese momento, empecé a aficionarme de verdad al buen café. Tanto, que en mis tiempos de estudiante de cine, llegue casi a tener una oficina en el bar que había junto a la escuela. Allí me citaba con otros estudiantes que café tras café querían convencerme de que el corto que estaban preparando, y en el que querían que me encargase de la dirección de fotografía, era sin duda el mejor proyecto de aquella promoción y merecedor, sin duda, de todo mi tiempo.
     





     Nada más llegar a Noruega, me di cuenta de que aquel café de puchero y sobremesa, que compartía con mi madre en la cocina, ascendía al grado de delicioso si lo comparaba con el agua oscura y sin vida que se sirve aquí en cualquier sucedáneo de panadería;  el mismo que te ofrecen y ofrecen y ofrecen en cualquier reunión del tipo que sea. 
     Conociendo, y habiendo fomentado, mi afición por el café, mi madre me trajo en su primer viaje una cafetera nesspreso. Al menos, ahora, puedo tomar un buen café cada mañana, antes de salir de casa o cuando regreso después de limpiar la farmacia, entre una entrega de paquetes y otra. No soy de los que se confiesan "no persona" hasta no haberse tomado uno o dos cafés, para nada. Puedo pasar perfectamente todo el día sin tomar ni siquiera un sorbito. Pero sí que soy de los que no conciben un café con prisa, en realidad ni un café, ni una copa, ni casi nada. Soy de los que ven en la prisa un irreconciliable enemigo de la felicidad. 

     Aunque el nesspreso está rico, obviamente no es lo mismo. La publicidad que dice que es como el de una buena cafetería es sólo eso: publicidad. Por eso, cuando viajo a Barcelona siempre me doy el pequeño capricho de disfrutar de un buen café. Y allí, uno de mis lugares preferidos es el Francesco de Paseo de Gracia. 




     Me decía mi amigo David un día que, después de haber probado el café en un pueblecito de Colombia, nada de lo que pudiese tomar en Barcelona le parecía que fuese un buen café. Es muy probable que tenga toda la razón, pero el hecho es que, como ni he viajado a Colombia ni tengo planes de hacerlo en un futuro próximo;  mi mejor café del mundo es el Blue Mountain.  Como tampoco tengo planes de viajar a Jamaica, me conformo con el que sirven, en una taza diminuta y hasta no más de la mitad, en Francesco.





     Cuando conocí a Erik, hace algo más de cinco años ya, me llevó a un chiringuito de playa y me hizo comprarle un "Blanco y negro". Se suponía que tenía permiso para beber café. En cuanto Nathaly y Kevin se unieron a nuestra mesa de paseo marítimo en Lo Pagan, Nathaly miró entre extrañada, divertida y enfadada lo que estaba tomando su hijo.  Erik se limitó a decir: "me lo ha comprado Javier". 

     Poco más de cinco años después, Erik está a pocos días de cumplir los 16 y, ahora que tiene permiso para tomar café algunos días, parece que con disfrutar del privilegio ya le es suficiente. Ahora que va creciendo, muchas veces hablamos de café y vino (para lo segundo, todavía no tiene permiso). En el próximo viaje a Barcelona, le tengo prometido una taza, diminuta eso sí, del mejor café del mundo. Kevin está más o menos en la edad en que conocí a Erik, por lo que es fácil deducir que no tiene el permiso-café vigente y además, de momento, no tiene ningún afán por saltarse la regla. 

     No sé cuanto se demorará nuestra próxima visita a Barcelona, pero ya tengo reservados en la barra (recuerden que es más barato) tres asientos. Aunque Kevin no pueda o no quiera tomar café, bien puede tomarse el Cacaolat que tanto le gusta. Nathaly y Matías creo que optarán por la opción mesita y, desde allí, mirarán como disfrutamos de nuestro café. 




     Si algún familiar o amigo íntimo conociese en Córdoba un lugar donde sirvan Blue Mountain, estoy seguro de que Erik prefería probarlo esta Navidad y dejar el Francesco para más adelante. Erik es de los de "más vale pájaro en mano..."



sábado, 7 de diciembre de 2013

Sagrada Familia





     Sagrada Familia ha sido, durante 11 años, mi barrio en Barcelona. Desde Bailén con Diagonal, hasta Mallorca con Padilla, y pasando por Marina y Provença; siempre he orbitado en torno al templo inacabado de Gaudí. Hubo momentos en los que me tentó la idea de mudarme a Gracia o a la Barceloneta. Sin embargo, hasta esta última mudanza fuera de Barcelona, de Catalunya, de España; seguí viviendo en Sagrada Familia.

     Ha pasado poco más de un año desde nuestra última visita. Hace un año viajamos a Barcelona para celebrar nuestro aniversario. De vuelta, tenía la intuición de que éramos tres los que hacíamos el viaje de regreso. Pocas semanas después se confirmó la intuición, y hoy regresamos a Barcelona junto a Matías. 




     Yo fui el primero, pero durante unos años toda mi familia vivió en Sagrada Familia. Mi hermano inició el camino de regreso a Córdoba, hace pocos meses le siguió mi madre, y todos deseamos que pronto haya una etapa más en ese retorno. 

     Matías está a punto de cumplir 5 meses, obviamente es muy pequeño, y de este primer viaje no le quedará recuerdo alguno más allá de estas líneas y fotografías. Cada mañana pasamos delante de La Sagrada Familia para coger el metro. Cada mañana en el corto trayecto desde el hotel al metro, Matías se queda dormido.




     Si no me falla la memoria, en sólo dos ocasiones visité el interior del templo: la primera con mi madre, aprovechando una visita gratis de primer o último domingo de mes, la segunda acompañando a mi amigo Fernando. Nathaly y yo, vistas las enormes colas de turistas que siempre rodean el monumento, hemos ido aplazando la visita año tras año. 

     Aunque toda la familia se mudase a Córdoba, volveremos a Barcelona en más de una ocasión. Nathaly y yo tenemos buenos recuerdos, algunos amigos y algunas visitas pendientes. Quizá en el próximo viaje, Matías ya no se quede dormido tan pronto, y puede que en otro viaje, la cola y los turistas no nos asusten y entremos juntos a visitar La Sagrada Familia.




     Cuando Dios, el destino o algún santo tuvo a bien cruzar nuestros caminos, Nathaly se alojaba en el Hotel Sagrada Familia. Desde entonces, y ya han pasado 6 años, en cada visita a Barcelona nos alojábamos en el piso de mi madre en Mallorca con Padilla. Con el regreso a casa de mamá, el piso se alquiló y, ante la necesidad de buscar un hotel en Barcelona, decidimos que el mejor barrio y el mejor hotel posible para este primer viaje con Matías no podían ser otros. 




     Cada noche, al regresar al hotel, Matías se activa y canta y da grititos y rueda por la cama y no para de reirse. Matías está feliz y nosotros felices, felices de verlo crecer tan feliz. Este modesto, pero correcto, hotel de barrio ha sido su primer hotel.







     Quién sabe dónde estaremos dentro de veinte o treinta años, quién sabe si Barcelona será o no la capital de otro país, quién sabe si tus primos vivirán en el "país de Jaume" o en la tierra de Rocío... quién sabe tanto. Sé que, a pesar del turismo y la humedad, nos gusta volver a Barcelona, sé que te enseñaré un poco de catalán, porque no es difícil y porque es un idioma hermoso (hasta mamá ha terminado por cogerle cariño), sé que algún día, en un viaje de vuelta, veremos el cielo limpio de grúas en La Sagrada Familia. 




viernes, 6 de diciembre de 2013

Siguiendo una Estrella

   
     Matías cumplió ayer 5 meses. En estas últimas semanas ha crecido mucho. Ya se da la vuelta él solo, y más de una vez lo hemos encontrado sobre las tablas del suelo, a unos centímetros de su manta. Le encanta estar en el suelo dándose vueltas y llevándose a la boca todo cuanto tiene a su alcance (su Sophie, sus mantas y algún que otro juguete blando). A veces también se queda un rato tranquilo y mira la televisión con curiosidad. Los ruidos fuertes y repentinos le asustan todavía. Matías apenas llora, sólo reclama un poco cuando se aburre y quiere que le tomemos en brazos y juguemos con él.
     Cada día tiene más control sobre sus manos, ya consigue dirigirlas hacia donde quiere y logra coger los objetos que tiene a su alrededor. También está aprendiendo a utilizar sus pies, de momento sólo consigue gatear un poco hacia atrás. Poco a poco se va descubriendo, le gusta mirar sus pies y tocarse los dedos con las manos. Desde hace unas semanas Matías ya es uno más en la mesa. No le gusta quedar al margen de las comidas. Protesta cuando nos mira desde el suelo y nos ve a todos sentados a la mesa. Nathaly ha conseguido desarrollar una técnica perfecta que le permite comer y cuidar de que Matías no coja nada peligroso, no se lleve nada a la boca, no arrastre el mantel... yo soy bastante inútil en esta cuestión y si lo tengo en brazos tengo que dejar de comer.

    Entre muchas otras cosas, dice su abuela Teresa que Matías tiene una mirada que derrite corazones, y dice su abuela Matilde que parece un niño de postal, entre muchas otras cosas. Yo sigo diciéndole aquello de "es que te tengo que querer". Se lo digo porque es mi hijo y porque se lo merece,  porque es mucho más de lo que yo hubiera podido imaginar.






     Este último mes ha pasado rapidísimo. A la vuelta de nuestro viaje a Barcelona para el bautizo de Vera, y aunque seguimos esperando la nieve; la Navidad ha llegado a nuestro pueblo en forma de adornos en las calles y ventanas. Este año será una Navidad sin Storsenter, sin ribbe, sin Julenisse... una Navidad sin nieve, salvo gran sorpresa en la falda de Sierra Morena. Esta Navidad viajamos al Sur. Pasaremos la Navidad enterita en Córdoba, en casa. Las pequeñas tiendas sustituirán al gran centro comercial, tendremos huevo hilado y turrón en la mesa, correrá el vino, Papa Nöel dejará paso a los Reyes Magos, veremos más nacimientos que árboles de Navidad y no faltaremos a la Misa del Gallo. Esta Navidad, querido Matías, es especial, la celebramos en casa rodeados de la gente que te quiere. Es una Navidad nueva para todos:  para ti porque es la primera, para tus hermanos que nunca pasaron una Navidad cordobesa y para nosotros porque es nuestra primera Navidad contigo.

     En esta ocasión tú canción de cumplemes no es una nana. En esta ocasión tenía que ser un villancico, un precioso villancico de nuestros amigos del Coro Yerbabuena, un puñado de buena gente que conocimos mamá y yo en una Navidad cordobesa a la que el mal tiempo y los aviones le robaron la Nochebuena. Fue especial aquella noche de villancicos y patios, tanto, que unos meses después organizamos un trueque con Yerbabuena: yo les grababa unos vídeos y ellos cantaban en nuestra boda. Aquellas noches de grabación no pueden considerarse trabajo, y el último día consiguieron arrancarnos alguna lágrima. Tenerlos en nuestra boda fue emocionante. Esta Navidad te los presentaremos y les verás cantar en una nueva noche de villancicos y patios.



                               



     No puedo dejar de escribirte que ayer murió Nelson Mandela. Dentro de unos años te contaré quién fue este hombre que acaba de morir cuando tú estas empezando a gatear.  Entre otras muchas cosas te diré que fue un ejemplo y una inspiración, que fue alguien que dignifica la palabra humano. Tiempo tendremos, querido Matías, para hablar de Mandela y de otros que también murieron dejando su ejemplo para construir un mundo mejor,  otro mundo posible.