martes, 19 de mayo de 2015

El curioso caso de Benjamin Button






     Hace ya un buen montón de años acudí junto a mi amigo Fernando a la Filmoteca de Córdoba con la intención de ver la película de John Ford: La taberna del irlandés. Pocos minutos antes de la hora de inicio, la carrerita del director de la Filmoteca por el patio de butacas no presagiaba nada bueno. Disculpándose con vehemencia, el director de la Filmoteca nos comunicó que debido a un error lamentable -no se sabe de quién- la copia de la película había llegado en V.O pero sin subtítulos en castellano. Creo recordar que fueron poco los valientes que abandonaron la sala, asumiendo implícitamente su escaso nivel de inglés.
     Fernando y yo nos miramos y decidimos quedarnos. Fernando asumiendo explícitamente que no se iba a enterar de casi nada y suponiendo que yo sí podría entender los diálogos. La realidad es que yo no era tan optimista en cuento a mi propio nivel de inglés como mi amigo Fernando. El resultado del experimento fue mucho peor de lo que las previsiones más pesimistas auguraban. Fernando no se enteró de nada y yo tampoco. Salimos tan frustrados de la sala que no nos quedó otra que pasar la noche compartiendo confidencias y copas de fino.

     Muchos años después tengo que reconocer que mi oído no es nada fino. A veces incluso tengo problemas para entender las canciones de Manolo García. Puedo leer textos en inglés (con obvias lagunas de vocabulario) puedo hacerme entender y si me hablan a una velocidad normal y, preferiblemente, alguien cuya lengua materna no sea el inglés; hasta podemos tener una conversación decente. Pero sentarme a ver un programa o una película en inglés es misión casi imposible. Tanto que, a veces me es más fácil leer los subtítulos en noruego en lugar de escuchar.

     Hace unos cuantos años (bastantes menos de los de nuestra aventura con La taberna del irlandés), viviendo ya en Noruega, decidí ver con la familia El curioso caso de Benjamin Button sin importarme que sólo la tuviésemos en V.O sin subtítulos. El resultado de este segundo experimento fue tan desalentador como el del primero: mientras Nathaly, Erik y Kevin seguían la película sin problema, yo luchaba por entresacar palabras. El resultado de tan penoso esfuerzo fue un par de cabezadas que enviaron la película al limbo donde descansan las películas que dices haber visto pero de las que no recuerdas casi nada.

     Hoy, mientras Matías está en la guardería y el ordenador trabaja solo codificando un vídeo, me siento en el sofá con un café caliente y decido darle (ahora que tengo una versión doblada) una nueva  oportunidad a Benjamin Button. Conste desde ahora mismo que no me apasiona ver películas dobladas, que lo que prefiero siempre es verlas en V.O. con subtítulos; pero que, explicado lo de la famosa taberna del irlandés, a falta de subtítulos…

     Empieza la película y recuerdo el prólogo. Es muy bueno, de lo mejor de la película. Es un pequeño cortometraje insertado como un primer punto de reflexión. La presencia de este prólogo, ajeno a la historia principal contamina para bien toda la trama, que se basa en un pequeño cuento de F. S. Fitzgerald. Consigue David Fincher, partiendo de un supuesto científicamente imposible, construir una película verosímil.
     Quién elegiría nacer viejo a cambio de un cuerpo joven que acompañase la madurez mental? Me decía un conocido del pueblo de, más o menos mi edad, que a él no le gusta verse en la pantalla porque la imagen que sigue teniendo de sí mismo es la imagen de cuando tenía alrededor de 20 años. No nos pasa un poco eso mismo a todos?
     El hilo que cose las edades del curioso Benjamin Button es una buena historia de amor en la que, sin embargo, a ratos pierdo el interés. La película es también la historia de una confesión tardía. La hija de Benjamin Button descubre quien es su padre gracias al diario que éste dejó escrito.
     Descubro en Benjamin Button sentimientos propios que tiene que ver con mi hijo y el tiempo, con el tiempo que compartiremos, con su futuro camino a la plenitud y mi inevitable camino en decadencia. Imagino que es un pensamiento inevitable, tan inevitable pensar en ello como inevitable es lo que la vida, ingobernable, innegociable, imprevisible nos tenga reservado en su transcurso.
   



                                

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