Comer por tener hambre es, igual que dormir por tener sueño o beber por tener sed, obviamente una necesidad, algo imprescindible para cualquier ser vivo; algo que todo ser humano debería tener asegurado. En Andalucía, sin embargo, muchas veces comemos sin tener hambre, dormimos sin tener sueño y bebemos sin tener sed. En Andalucía hemos convertido en arte la necesidad imprescindible. Nos gusta salir de picoteo, a tapear, a tomar algo, de cervecitas, de copas..., y nos gusta hacer todo esto fuera de casa porque necesitamos la presencia de los otros, del resto, de los amigos y hasta de los desconocidos para que este beber y comer sea mucho más que una necesidad física. Así, al alimento y la bebida, se une la conversación; la charlita, la risa sana, el chisme sin malaje, el pique futbolero y los recuerdos. Apretados, codo a codo en una barra, rodeados de mesitas atestadas, apiñados y a gritos nos contamos nuestras cosas y, comiendo y bebiendo, nos sentimos más felices, más vivos, más humanos.
Y trabajar, trabajamos, vaya que si trabajamos, que como dijo el otro día er Manu "nosotros tenemos toas las catedrales terminás".
Pero después de trabajar o a mitad de jornada partida o comercial, después del tapeo con la familia y amigos o de la copa con el tiempo justo y una sola, pero sin prisa, con el colega, el vecino o el amigo de la infancia; el andaluz disfruta del arte heredado de dormirse sin cansancio y cargadito de sueños. A este arte tan criticado como envidiado por los que no tienen la gracia de disfrutarlo, se le conoce por siesta; y por Dios que el tiempo y los malajes no nos la arrebaten, que si no nos va como debiera no es por culpa de la siesta, ni de la tapa, ni de la copa, ni por falta de ganas de trabajar. Nos va como nos va por culpa de tanto chorizo y maleante, y si todavía somos capaces de sobrevivir a tanta injusticia y desvergüenza es porque la tapa, la copa, la siesta y la vida no nos la quita naide.
Después de viajar a Euskadi en varias ocasiones, reconozco y admiro en el pueblo vasco una forma de entender la amistad, la comida y las tradiciones muy parecida a la andaluza. Los vascos, además, han sabido exportar el arte de su tapeo: sus pintxos.
En el barrio del Born, al carrer de l´Argenteria, a pocos pasos de Santa María del Mar; hay una taberna del grupo Sagardi que para Nathaly y para mí se ha convertido en una parada fija en cada regreso. A veces es una parada inicial, antes de pasar por la Vinya del Senyor o el Can Paixano, a veces una parada final para sólo un par de pintxos antes de coger el metro camino de casa para comer o cenar; a veces la paradita se alarga y el par de pintxos se multiplica con ayuda de la sidra y el txacoli.
En cualquier caso, sea la hora que sea, siempre que paseamos buscando la parada en el Sagardi del Born, encontramos la barra bien surtida de pintxos fríos y calientes, rebanadas de pan de barra o medias mini txapatas sobre las que los ingredientes se disponen con abundancia y variedad multicolor: los clásicos de jamón y tortilla de patatas (el preferido de Kevin), el de ensalada de cangrejo (que no puedo dejar de pedir), el de queso de cabra (el favorito de Nathaly) y la voz del camarero anunciando que acaba de salir una bandeja de pintxos de croqueta (la perdición de Erik). Repetir pintxo, probar uno nuevo, el último, contar los palillos y despedirse hasta el próximo regreso.
Como Nathaly nunca recuerda si le gusta más la sidra o el txacoli y yo tengo clarísimo que los dos me gustan, siempre empezamos pidiendo uno de cada, y después de probarlos Nathaly siempre termina pasándome la copa de txacoli. En el próximo regreso, en la próxima parada en Sagardi, seguro volverá a tener dudas y le dará una nueva oportunidad al txacoli antes de volver a comprobar que la sidra le gusta más.
Tenemos pendiente un viaje juntos por el Norte, tenemos pendiente pasear por el casco antiguo de Donosti y hatarnos de hacer paradas y probar pintxos. A Matías, desde pocas horas después de su nacimiento, cuando con los ojillos todavía a medio abrir me miraba abrazado a mí en la cama; le tengo prometido un chuletón vasco en un asador de pueblo, como en el que yo comí mientras grababa el programa Campeonísimos sobre la competición de bueyes de arrastre. Un asador donde te sirvan un trozo enorme de carne al punto. jugosa, sabrosa, sobre un plato de caliente donde termina de hacerse mientras vas comiendo, un asador con su pan de pueblo, con sus patatas del terreno y su barril de sidra con barra libre y a escanciar por uno mismo. Un asador lleno de buena gente dispuesta siempre a charlar con el forastero, contarle un par de anécdotas, invitarlo a un txikito de cerveza o una sidra y terminar la fiesta con un par de apuestas y unas risas.
Seguro antes de viajar a Donosti, o recorrer Euskadi y algo más de las tierras que baña el Cantábrico, regresaremos a Barcelona y pararemos en el Sagardi del Born para que Matías se empiece a entrenar en el arte de disfrutar de unos buenos pintxos.
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