Ésta es noche de Goyas. Hace poco más de diez años en una noche como ésta, estábamos atacados de los nervios y deseando y deseando y deseando todavía más que nos dieran el Goya al Mejor Cortometraje Documental.
Antes y después de aquella noche, cuando no sospechaba que algún día estaría ocupando una butaca en la gala, atacado de los nervios, y ahora que desde esta lejanía no sé si el futuro me reserva alguna noche más de Goyas en la que viajar a Madrid; he sido siempre fiel a la Gala televisada.
Hoy, si internet no me juega una mala pasada, no será una excepción. En la última semana he podido ver un par de las películas favoritas y hoy desperté con ilusión por ver una nueva Gala. Encendí el ordenador para ver el resumen del partido del Madrid ayer, y me encontré con la noticia de la muerte de mi compañero de butaca aquella Noche de Goyas. Hace muchos años que no sé nada de Joan, pero la noticia me golpea con dureza. Leo que Joan Soler murió ayer. Leo que en verano se le había diagnosticado un cáncer de páncreas. La última vez que vi a Joan fue en Barcelona en el acto en el que recogimos un premio de UNICEF. Al salir tomamos una cerveza y hablamos de los proyectos en los que andaba cada uno. También recordamos los días en Nepal. Hablé con él por última vez poco antes de venirme a Noruega. Fue por teléfono. Me llamo para ofrecerme la posibilidad de hacer una copia perfecta de nuestro Goya. El nuestro, el de aquella Noche de Goyas se lo quedó la Escuela, o la Productora, o el Director de la Escuela y de la Productora. Esté donde esté nuestro Goya, me pregunto qué contará de él quien lo tenga.
Conocí a Joan en el CECC, dirigí la fotografía de su corto y de un spot para el Festival de Cine Negro de Manresa, su pueblo. Poco después nos embarcamos juntos en la aventura de Los Niños del Nepal. La noche de nuestro Goya, paseamos juntos por Madrid, sufrimos juntos y al final nos abrazamos y casi lloramos juntos. Después cada uno siguió su camino: yo trabajé para televisión y él fundó una productora con la que volvió a conseguir una nominación dos años más tarde y con la que consiguió hacer una película documental vinculada a la Fundación Vicente Ferrer en la India.
Después de Nepal nos distanciamos, pero tengo un buen recuerdo de nuestra última cerveza juntos, de nuestra última conversación. La noticia de su muerte me coge por sorpresa, me deja dolido y trae a mi cabeza un puñado de momentos que vivimos juntos. Minutos antes de leer la terrible noticia, estaba en la terraza haciendo la foto del Goya que gracias a él adorna el salón de mi casa.
Tu mamá, querido Matías, descubrió hace tiempo un fragmento-resumen de esto que escribí hace tiempo. Esta noche de Goyas pensaba ver la Gala, sin más y, tal vez, en los próximos días comentaría alguna de las películas. La terrible noticia de la muerte de Joan recupera esta historia de la que te iré contando y contando conforme vayan pasando los años. Quizá algún día viajemos juntos a Nepal buscando a Deependra.
Los niños de Nepal.
En el verano de 1999 un equipo formado por 4 personas
salimos del aeropuerto del Prat, en Barcelona, con destino Katmandú. En Nepal
nos esperaba un miembro del equipo que ayudaría en labores de producción y que
a tal efecto había marchado unos días antes. El objetivo era intentar hacer un documental con el
escaso dinero que habíamos conseguido del Ministerio de Cultura en forma de
subvención a cortometraje documental. Apenas acabábamos de terminar unos
estudios que supuestamente nos titulaban como directores de cine. Todo el
proyecto nació de una casualidad. El hermano de Joan Soler, codirector conmigo
del documental, había adoptado una niña nepalí el verano anterior. En los más
de dos meses que estuvo en Katmandú trabó amistad con una profesora catalana,
Vicky Subirana, más comúnmente conocida como Vicky Sherpa, que dirigía dos
colegios dedicados a la educación de niños y niñas provenientes de familias con
dificultades económicas.
En Barcelona, aprovechando una de sus visitas, tuvimos
una entrevista con Vicky. Ella nos contó de su labor en Nepal, de su intento
por ofrecer a los niños más desfavorecidos de aquel recóndito e ignorado país
una educación tan completa como la que nosotros podríamos ofrecer a nuestros
hijos en este “primer mundo”. De aquella entrevista surgió un primer boceto de
proyecto documental. En aquel proyecto que, con pocas esperanzas de éxito,
enviamos a subvención al Ministerio; queríamos contar la historia de Vicky y
centrarnos en un par de niños de la Escuela Daleki que ella misma nos propuso.
En el mes de mayo nos llegó la noticia de que el
Ministerio de Educación y Cultura nos había concedido parte de la subvención
solicitada. Aquella cantidad, escasa pero suficiente, ponía en marcha una
rudimentaria preproducción que prácticamente consistía sólo en mentalizarnos de
que volaríamos a Katmandú en el mes de agosto y en intentar coordinar con Vicky
las fechas en las que ella tendría tiempo para poder grabar con nosotros.
En nuestra primera visita a Deleki School, dos días
después de haber aterrizado en Katmandú, nos dimos cuenta de algo que ya
sospechábamos; no habíamos dejado de ser un grupo de estudiantes, unos
aficionados. Nos encontrábamos perdidos en aquel país y para colmo los niños
que Vicky había propuesto como protagonistas del documental, y sobre los que
habíamos basado el proyecto, eran niños con los que, por las discapacidades
físicas y psíquicas que sufrían, no nos podíamos relacionar.
El día había tenido un comienzo duro. No
sabíamos cómo dejar atrás la certeza de estar perdidos y comenzar a pensar qué
íbamos a grabar. Pensamos que lo más lógico era programar una entrevista con
Vicky y así al menos tener la sensación de hacer algo. Aquella entrevista por
suerte nunca se tuvo que utilizar. Aquel mismo día jugando al fútbol en el
patio y chapurreando inglés conocimos unos niños tan normales y tan extraordinarios
como aquellos niños a los que hacía algunos años había dado clases de recuperación en
Fuente Tójar, un pequeño pueblo de Córdoba. Sanjif, Norbu, Sayles, Loxmi,
Sanjana, Pemba y sus amigos eran niños alegres de familias pobres en un país
pobre. Nos contaron un poco de sus familias, de sus juegos, nos hicieron mil
preguntas y sobre todo nos dejaron entrever algunos de sus sueños. Sin saberlo
habíamos comenzado el documental. Qué haces cuando has pasado un par de días
rodeado de estos niños, jugando con ellos, creando, a veces sin quererlo y
otras veces siendo muy consciente de ello, ilusiones y expectativas que sabes
que puede que no se cumplan. Además hay que decidir que sólo algunos pueden ser
protagonistas del documental. Es duro, no difícil, duro.
Anita fue un caso excepcional dentro del grupo de
Daleki. Ella pertenece a la casta de los intocables. Vivía en una barriada de
chabolas, a las afueras de Katmandú que fuimos a visitar por expreso deseo de
Vicky. Quería que de alguna forma contáramos la historia de estos marginados.
Con Anita no podíamos hablar directamente. Era muy pequeña y no hablaba inglés,
sólo nos sonreía y a escondidas nos pedía algo de dinero. Los intocables no podían
ir a ningún colegio de Nepal, sólo en Daleki, después de hacer entender a la
familia que los niños no podían ser carne de calle para pedir limosna a los turistas; eran admitidos y
tratados como iguales. El barrio de chabolas donde vivían junto a un río del
que extraían arena para la construcción, se llamaba Tilganga. Hoy no existe. Se
supone que todas las familias regresaron a la India, de donde procedían. No
sabemos nada de Anita, no sabemos si aquellas primeras letras que le vimos
escribir le sirvieron para algo.
Sanjif de
mayor quería ser médico. Loxmi, su hermana menor, no tenía claro que quería
ser, se conformaba con querer ayudar porque no podía hacer otra cosa, a los
niños más pobres que ellos. Norbu había huido junto a su familia del Tibet y
ahora vivía con el miedo de perderlos. Sus padres tenían un pequeño bar en
Bouda, un barrio budista de Katmandú, allí servían chang, especie de cerveza de
arroz, que fabricaban ellos mismos de forma ilegal. A Norbu lo único que le
unía con los niños de la calle era el miedo a la policía.
Intentamos grabar un poco de la vida de estos
niños. Fuimos a sus casas, precedidos de regalos en forma de caja de alimentos.
Sobrevivimos al te con leche de búfalo y al chang y de forma casi milagrosa no
metimos la pata hasta la descortesía y conseguimos que los familiares de estos
niños que ya no conservaban su sonrisa y sus sueños, se dejaran filmar.
Sanjif y Norbu eran niños acostumbrados a tratar con
voluntarios y creo que siempre pensaron que nosotros también lo éramos. No sé
hasta que punto eran conscientes de que estábamos intentando hacer una pequeña
película con ellos. Grabar en Daleki, incluso en sus casas resulto más fácil de
lo esperado. Los niños no actuaban, hacían lo de cada día y de vez en cuando se
sonreían entre ellos o dedicaban una sonrisa a la cámara. Estaban contentos
porque su popularidad había crecido en la escuela y se sentían importantes
cuando entrábamos a alguna de sus clases para grabarlos, también cuando le
decían a sus amigos que ayer estuvimos en su casa.
Con ellos era muy fácil hablar, pero cómo se le
hace una entrevista a un niño de once años. Decidimos, con el permiso de sus
padres y de Vicky, invitarlos un día a desayunar en nuestro hotel y después ir
con ellos al centro de Katmandú. Allí, alejados del resto de sus compañeros
intentaríamos grabar las entrevistas en algún lugar tranquilo. Esa misma noche
se planteo la primera discusión moral en el equipo. Hasta ese momento por las
noches hablábamos de cómo grabar esto o aquello, qué secuencia sería
interesante hacer con cada niño y empezábamos a valorar seriamente la
posibilidad de incluir en el documental la fundación de Toni Aguilar que
acababa de inaugurar una casa de acogida para un grupo de niñas; pero aquella
noche teníamos un problema más importante. Queríamos regalar algo a los niños y
no teníamos nada claro si comprar cometas para toda la escuela o regalar un
carrenbol (juego muy popular en Nepal) a Sanjif y Norbú y una muñeca a Loxmi.
Seguramente nos equivocamos, o no, quién puede saberlo. Al final optamos por
pedirles a nuestros niños que entendieran que no éramos ricos y que nos
guardasen el secreto. Les compramos sus juegos y los estrenamos con ellos
después de desayunar leche de búfalo con cereales. Al final del rodaje el presupuesto también alcanzó para regalar una cometa a cada niño de la escuela.
En el turístico centro de Katmandú fue más
difícil de lo esperado encontrar un lugar tranquilo. Los niños no estaban
acostumbrados a pasear por allí y tenían mucho miedo. Esto nos desconcertó. Veían peligros en cada esquina y pensaban que cualquier joven o niño que nos
miraba lo hacía con el deseo de robarnos a la que nos descuidásemos un
instante. Finalmente conseguimos hacer las entrevistas a Sanjif y Loxmi en la
terraza de un pequeño restaurante en Durball Square, por tarde fuimos a dejar a
Norbu en su casa en Bouda y, casi anocheciendo, lo entrevistamos en la terraza
del bar de sus padres.
Por suerte en la escuela no nos enseñaron a
entrevistar. De haber sido así hubiésemos tenido pánico ante la cantidad de
normas que nos saltábamos en aquellas entrevistas. Para empezar yo no sé nepalí
y quería que los niños hablasen su propio idioma aún a riesgo de no saber qué
me estaban contestando. A mi lado estaba Sudan, un coordinador de Daleki
Schooll que después de cada pregunta me hacía algún gesto con la cabeza para
tranquilizarme y decirme que el niño había contestado lo que le preguntaba.
Habíamos pasado mucho tiempo juntos, habíamos comido juntos, había conocido a
sus padres, sus hermanos, sus casas, habíamos jugado al baloncesto, había
intentado que se hiciesen del Real Madrid y ahora me tocaba confiar en ellos,
mirarles a los ojos mientras me contestaban y pensar que dijesen lo que dijesen
sería interesante porque sus miradas eran sinceras.
Al traducir lo que Norbu nos contó en aquel
simulacro de entrevista empezamos a entender muchas cosas. Había un abismo
entre los niños de Daleki y los niños de la calle. En Katmandú había una
realidad mucho más dura. Los niños de Daleki podían sentirse unos privilegiados
comparados con los cientos de niños que viven en la calle, duermen en los
templos y sólo tienen a sus amigos para sobrevivir y el pegamento o la
marihuana para soñar. No estaba previsto grabar más historias y mucho menos de
niños de la calle. Ni teníamos experiencia ni, sinceramente, nos veíamos
capaces. Tras hablar varias noches de la posibilidad de cambiar el documental
decidimos intentarlo. Si salía bien lo dejaríamos, si no el documental se
reduciría a Daleki Schooll.
Es un tópico decir que la despedida fue
dura. A Norbu se le cayeron un par de lágrimas y nosotros hacíamos esfuerzos
por no llorar. Pero mi peor momento en Daleki fue unos días antes de
despedirnos cuando Sanjana, una niña que habíamos descartado para grabar con
ella, se me acercó y me preguntó cuándo iríamos a su casa.
Tal y como Norbu nos había contado, en el centro
de Katmandú vivían cientos de niños, formando distintos grupos, que vivían de
lo que sacaban a los turistas occidentales, que dormían en templos y que en su
mayoría estaban enganchados al pegamento y la marihuana. Uno de estos niños era
Viki.
Nuestro jefe de producción había conocido a
Viki en los días previos al rodaje. Me habló de él. Era un niño de una
inteligencia sorprendente: hablaba inglés a la perfección y francés, italiano,
castellano y catalán lo suficientemente bien como para mantener una
conversación con cualquier turista que necesitase un niño-guía para recorrer la
ciudad. Decidimos conocerlo y tras varios días buscándolo, un día se presento
rodeado de amigos y con una camiseta de Figo en el bar en que tomábamos un te.
Qué me tirase al suelo a adorar la camiseta del jugador blanco – imposible
disimular mi pasión por el Real Madrid – le desconcertó momentáneamente. Se
mostró mucho más tímido de lo que en realidad era. Estuvimos hablando un rato
de lo que intentábamos hacer en Nepal y de qué aunque la verdad era que no conocíamos
la vida de los niños de la calle, nos gustaría mucho poder seguirlo un par de
días grabándolo y ver si sería posible incluirlo en el documental. Viki nos
dijo que sí y quedamos para una semana más tarde, cuando hubiéramos finalizado
la grabación con los niños de Daleki Schooll.
En medio de todo esto la mitad del equipo
enfermamos por comer algo en mal estado y estuvimos un par de días con cuarenta
de fiebre en la cama. Viki se enteró de mi enfermedad y me envió como regalo la camiseta de Figo con la que le conocí. Aquél detalle me hizo pensar
que todo aquello que nos habían contado de la rebeldía y la imposibilidad de
confiar en estos niños de la calle era más un mito producido por la
desconfianza y el desconocimiento que otra cosa. Pero las cosas no suelen ser
ni blanco ni negro como descubriría unos días más tarde, cuando una vez decidido
cambiar definitivamente el documental que figuraba en el proyecto subvencionado
por el Ministerio, comenzamos a grabar con Viki en las calles y templos más
turísticos de Katmandú.
La primera mañana de grabación con Viki no
comenzó bien. No se presentó. Habíamos quedado dos días antes en vernos por la
mañana tomar un te y hablar de lo que haríamos esos días que le estuviésemos
siguiendo. Por nuestra parte habíamos decidido que el hecho de rodar en la
calle aconsejaba ser los menos posibles de equipo y Joan que se sentía menos
cómodo con los niños de la calle, decidió no venir. Esperamos en vano dos
horas. Veíamos a sus amigos dar vueltas por la plaza donde habíamos quedado,
pero ni rastro de Viki. Preguntamos por él, pero sus amigos no sabían donde
estaba. Finalmente intentamos dejarle un recado con uno de sus compañeros, pero
éste nos dijo que esperásemos unos minutos. Iría a buscarlo. Cinco minutos
después apareció con Viki al fondo de la plaza. Con mirada pícara Viki nos dijo
que se había olvidado. Realmente estaba dejando claro quien mandaba. Con Viki y
su amigo fuimos a Pasupatinat, el lugar donde incineran los muertos. El propuso
ir allí. No le gustaba que lo grabásemos cerca de su entorno. Aquel día Viki
jugó con nosotros. Nos hizo de guía turístico pero no estaba interesado en
hablar de su vida. Con la compañía de su amigo se sentía protegido y seguro.
Aquella noche discutimos sobre si merecía la pena seguir grabando e invertir un
tiempo que quizá no nos sobraba en una historia donde por primera vez en
nuestra estancia en Katmandú nos habíamos topado con un niño que parecía no
querer colaborar.
A la mañana siguiente a mí me toco hacer el
papel de malo. Viki se volvió a presentar tarde, aunque esta vez no fue
necesario enviar a nadie a buscarlo. Los dos solos fuimos a tomar un te y le
expliqué que si no quería hacerlo no había problema. Nadie lo obligaba.
Podíamos seguir siendo amigos. Lo que no podíamos hacer era grabar si él no
tenía interés. A Viki le gustaba ser protagonista – yo jugaba con esa ventaja,
tengo que reconocerlo – y en seguida me dijo que no. Sí que estaba interesado,
pero había un gran problema, era el tercer día que su amigos mayores lo veían
rodeado de turistas y llegaba a casa sin nada. Eso sería difícil de explicar.
Todo el día paseando turistas – él no quería decirles que hacíamos una película, y supongo que ni él mismo acababa de creer que estos turistas con una
cámara “de juguete” hiciesen algo parecido a las películas de Bolliwood que a
veces iba a ver al cine- y por la noche no tenía nada en los bolsillos. Viki me
dijo que sus amigos pensarían que se había vuelto egoísta y avaricioso y
terminarían por echarlo del grupo. ¿Estaba intentando hacerme una especie de
chantaje?
Decidimos que parte de lo que pedía era
justo. Nosotros en sus circunstancias también pensaríamos sacar lo máximo posible
de los turistas, y nosotros para él seguro no éramos otra cosa. Al día siguiente
le dije que no podíamos darle dinero en metálico. En nuestro mundo había una
serie de leyes que prohibían el trabajo de los niños, precisamente para
defender sus derechos. Debió pensar que hablaba chino, pero aceptó que dejásemos dinero
depositado en un bar cercano para que él y sus amigos pudiesen ir a comer.
Durante los primeros días Viki cumplió con su
parte del contrato. Él nos contaba lo que solía hacer y nosotros le decíamos qué cosas nos interesaba grabar. A pesar de eso todavía no quería hablar mucho de
su vida. Recorríamos las calles siguiéndolo esperando que algún turista no
reaccionara mal ante la cámara y poder así tener una secuencia espontánea.
Fuimos a comer varias veces con sus amigos, en esos momentos era donde Viki se
mostraba más incómodo. Sus amigos se hacían los gallitos y hablaban sin ningún
pudor de las pastillas que consumían, de sus ganas de pertenecer a alguna de
las mafias de la ciudad, que teóricamente se dedican a la explotación de estos niños para
conseguir dinero, y de su odio a la policía, que les golpeaba y quitaba el
dinero que ellos ganaban. Viki era más comedido en sus palabras.
Dudo que Vicky llegara nunca a confiar en mí,
pero al menos un día empezó a tomarme en serio. Empezó por dejarme grabar el
truco de la leche. Ya no se trataba sólo de seguirlo con la cámara, se trataba
de ficcionar algo que el hace cada día. Le pedía que actuara. No estaba
convencido, sobre todo porque pensaba que enseñar el truco le perjudicaría si
realmente estábamos haciendo una película y los turistas veían qué pasaba con
la leche después de comprarla. No sé realmente porque aceptó, pero el caso es
que pudimos grabar esa secuencia, en la que Vicky y su amigo timan a unas
turistas holandesas pidiéndoles que les compren una caja de leche en polvo –
que después revenderán por la mitad de su valor a mismo tendero – para una
hermanita enferma que no existía. Me gustaría pensar que Viki había aceptado
hacer aquél teatrillo mudo porque se había acostumbrado a nosotros y le caíamos
bien, pero también pienso que además nunca pensó que el documental ese que
decíamos hacer fuese verdad.
Sólo nos quedaba hacer una entrevista con él. Era algo
que siempre habíamos ido posponiendo. Yo no sabía muy bien como enfrentarme con
Viki. Era con diferencia el niño más inteligiente que había conocido y nuestros
lazos afectivos no eran lo suficientemente fuertes. Por deseo suyo hicimos la
entrevista en la terraza de nuestro hotel y en inglés. Por si acaso al final
aquello sí que era una película, mejor que pocos pudieran saber lo que decía.
En la entrevista Viki fue más sincero de lo que yo en un principio esperaba. Me
hablo de su familia, de la vida en la calle, de la mafia, de su rabia y sobre
todo de sus amigos. Viki quería parecer distinto a típico niño de la calle,
decía no estar enganchado a ninguna droga y quería estudiar, pero al mismo
tiempo tenía miedo a ser distinto dentro de su entorno. No quería que los demás
le viesen como un bicho raro, era y quería seguir siendo un líder para su grupo
y no un desertor. Quería recibir ayuda, pero mantener su independencia. Quería
estudiar, pero no ir a la escuela. Por primera vez en su corta vida se sentía
cómodo perteneciendo a un grupo y no quería perder esa sensación de precaria
seguridad.
Aquella tarde con la lluvia de fondo, admiré a
aquel niño y me sentí un privilegiado por poder vivir ese momento. Un abrazo sustituyó las palabras para dar las gracias a
Viki por aquella hora de compartir con nosotros sus esperanzas.
Deependra también había sido un niño de la calle.
Había sido un líder. También había sido un niño golpeado por las mafias. Toni
Aguilar lo había rescatado una noche de debajo de unos cartones. Nos contaba
Toni que apenas parecía un niño entre tanta mugre que llevaba encima. Lo llevo
a su hotel, y junto a su hija María lo baño y le dieron de comer. En los días
que le quedaban en Katmandú, Toni intentó escolarizarlo y dejar una suma de
dinero en un lugar donde Deependra pudiera acudir a comer y lavarse cuando lo
necesitase. Deependra sólo hizo uso de vez en cuando de estas dos últimas cosas
y tras unos días de ir a la escuela la abandonó definitivamente.
Justo antes de llegar nosotros a Katmandú, Deependra
se había vuelto a encontrar con Toni. Le condujo a una pequeña casa en una
barriada de las afueras. Toni vio horrorizado como, en un pequeño cuarto de
apenas cuatro metros cuadrados, ocupados por dos camas y una pequeña cocina de
queroseno; se agolpaban ocho niñas de entre ocho y doce años. Era la familia de
Deependra. Su hermana mayor, Rita, y una amiga de ésta, Kamala, de dieciocho
años eran las que los cuidaban. En ese momento estaban trabajando.
Deependra ahora sí quería ir a la escuela. Ahora
si quería la ayuda que antes había rechazado. En ese tiempo había estado
trabajando para algunas mafias, pidiendo y ocasionalmente robando a los
turistas. Se había llevado muchos golpes los días que no podía conseguir el
dinero que le pedían. Ahora por su bien y el de las niñas que tenía a su cargo,
quería cambiar de vida.
Toni alquiló para ellos una casa y aquella casa,
Kumary House, - la casa de las princesas – se convirtió en el germen de lo que
hoy es una maravillosa fundación que hoy ha escolarizado, dado trabajo y una
segunda oportunidad a más de cien personas.
Fue en aquella casa con un pequeño patio donde
los vimos por primera vez. Estaban bañándose en una pileta de hormigón al aire
libre. Con un fuelle hacían salir el agua a chorros, llenaban cubos y se los
iban arrojando unos a otros. Nos miraban curiosos y divertidos. No pude evitar
sacar la cámara y comenzar a grabar aquella secuencia festiva. En aquél momento
aún no sabíamos que la historia de Deependra sería la historia que cerrara nuestro
documental y que aquella secuencia espontánea y feliz tendría de fondo una
hermosísima y triste música, compuesta por Ernesto Briceño. Fuimos conociendo
una a una a las niñas y a Deependra. Ellas se abrazaban a nosotros y sonreían.
Cotilleaban en nepalí entre ellas y se mostraban fascinadas por nuestras
cámaras de fotos. Todas querían posar y hacer fotos. Deependra cumplía
perfectamente con su papel de chico del grupo y se mostraba algo más distante.
Mientras grabábamos en Daleki Schooll, intentábamos
sacar tiempo cada día para visitar Kumary House. Habíamos encontrado un hogar
en Katmandú. Rita, hermana mayor de Deependra se mostraba muy orgullosa cuando
elogiábamos su arroz con dalbah y las niñas se empeñaban en enseñarnos a bailar
danzas nepalíes. El radio casette constituía una de sus posesiones más
apreciadas. No puedo imaginar aquella casa sin música. En aquel mes vivimos con
ellos sus primeras clases, alguna película en el cine, muchas comidas y bailes.
Sufrimos cuando a Sita le pego un profesor en clase por no saberse la lección y
hubo que cambiar de colegio, pero sobre todo empezamos a pensar que tras
algunas reacciones de Deependra había algo que no acababa de ir bien.
Con tiempo, una pelota, un baño en la calle y mucho
chapurrear inglés, Deependra y yo nos hicimos amigos. Algún día tendré que
cumplir la promesa de llevarle a visitar las montañas que ni él ni yo hemos
visto. Al igual que Viky, Deependra no tenía mucho interés en hablar de su vida
en la calle. Se le veía feliz a ratos. En aquella casa seguía siendo un líder
para las niñas, pero le faltaba aire. A veces, caminando por las calles de
Katmandú, vi en él miradas furtivas hacia los niños que corrían tras los
turistas.
Antes de empezar a grabar con ellos, - no
hicieron falta muchas reuniones, a esas alturas todos teníamos claro que había
que grabar aquella historia. Ya decidiríamos en Barcelona cómo organizar el
material – le conté a Deependra lo que estábamos haciendo y que me gustaría
mucho poder contar su historia y la de las niñas. Estábamos los dos en una
habitación de la casa y él después de asegurarse que nadie podía oírnos, me
pidió poder hacerme él también algunas preguntas. Quería saber si en España
había niños como él. Le dije que de alguna manera sí. Entonces me preguntó por
qué habíamos ido a grabarlos a ellos si eso mismo podíamos haberlo hecho aquí.
La verdad es que no supe contestarle. Le dije que ocurrieron una serie de
casualidades que nos habían llevado allí. Esa era la verdad. Aquél niño acababa
de darme una lección en toda regla.
En los días siguientes grabamos todo lo que iba
ocurriendo en la casa. Pensamos que Rita ocupase, junto a Deependra y toni, un
lugar primordial en la historia, ya que ella era la persona que se encargaba de
cuidarlos, de hacer de madre con dieciocho años de aquél grupo de niños.
Grabamos una entrevista con ella y la acompañamos al mercado. El día que
teníamos que entrevistar a Deependra, Toni nos dijo que ni el niño ni Rita
querían salir en el documental. Fue un duro golpe. No pensábamos ya en el
documental. Me agobiaba pensar en qué podría haberle fallado a aquél niño.
Estuvimos hablando al día siguiente. A Rita - que a su edad en Nepal era toda
una mujer – los vecinos le habían criticado que estuviese todo el día con
hombres occidentales. Ese era el motivo de que no quisiese grabar más con
nosotros en el exterior. Respetamos su decisión sin un solo comentario. Por
suerte ella continúo alegrándonos con su sonrisa y sus bailes.
Deependra estaba raro. Yo podía intuir que el
niño no acababa de ser feliz. Un día me dijo que cuando subiésemos a Monkey
Temple, si queríamos podíamos hacerle la entrevista. Sólo había dos condiciones: que las niñas de la casa no estuviesen cerca y que aunque él hablaba inglés perfectamente, me contestaría
en nepalí. Le dije que estaba de acuerdo, no tenía otra opción.
Mientras Toni, las niñas y parte del equipo corrían
asombrados entre los monos y los monjes; Deependra me iba contando que había
estado enganchado al pegamento y a la marihuana, que había robado, que lo había
pasado muy mal y que ahora era feliz. Que quería ser como Toni y en el futuro
ayudar a los niños como él, pero que tenía que obligarse cada mañana para no
volver a la calle. Todo esto sólo pude saberlo cuando conseguí un traductor de Nepalí. Era la primera vez que
Deependra me hablaba así de claro. Antes o no quería hablar del tema o me había
contado una versión mucho más suave. Amparado en su idioma se confesó con
nosotros. Cuando, ya en Barcelona hicimos las traducciones, meses después de
haber grabado aquella entrevista; Deependra había vuelto a la calle. Era algo
que siempre sentimos como una amenaza. Un anochecer yendo de Kumary House a
nuestro hotel, se produjo de repente una de aquellas escenas confusas de coches, motos y viandantes que eran
tan habituales en las calles de Katmandú. La grabé por pura intuición y mientras estaba en el centro de tanto ruido de motos y coches que se detenían frente a mí o me pasaban por los lados, pensaba en Deependra. No sé porqué pero sabía que aquella sería la
secuencia final de nuestro documental.
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