domingo, 3 de noviembre de 2013

Patio de los Naranjos




     Hace mucho tiempo, desde que empecé a viajar por trabajo, que no me gusta viajar como turista, no me gusta correr como pollo sin cabeza, llegando de x las casillas de una lista imaginaria en la que hay que ir tachando monumentos, plazas, calles y rincones. Monumentos que se miran desde un ángulo pequeño que evita los matices y empequeñece la historia; calles que se trotan, plazas que no se respiran, rincones que no se advierten, y gentes de las que se desconoce todo.
     Desde que empecé a viajar por trabajo, empecé a aborrecer los viajes turísticos. Disfruto la suerte de tener una profesión que durante un tiempo me permitió viajar trabajando, sin necesidad de buscar excusas para pasear despacio entre la gente y escuchar tranquilo algunas de sus historias; disfrutando el trabajo y las pausas para ir conociendo lo que se muestra a cualquier visitante y parte de lo que se le oculta.
     Desde entonces cada vez me gusta menos ir de turista, desde siempre no me gusta nada ir de guiri.

     Compartimos la inmensa suerte de que una de las ciudades más bellas del mundo sea nuestra, o tal vez seamos nosotros los que le pertenezcamos. No podemos escapar de su influjo por mucho que nos alejemos de ella. Paseamos por otras ciudades con la capacidad de asombro intacta, pero presumiendo de cordobesía. Vivamos donde vivamos llevamos a gala ser cordobeses, y en tu caso, aunque nacido en Noruega, tu herencia es cordobesa.

     Paseando sin prisa, madrugando, apresurando el paso cuando el calor aprieta y la búsqueda de refugio a la sombra es obligatoria, cuando cae la tarde y se pone color de caramelo...; de a poco te iré enseñado tu ciudad. Tenemos muchos regresos pendientes.




     Hemos dejado para el último día, en este primer regreso a casa, el paseo por el Patio de los Naranjos de la Mezquita. Entrando por cualquiera de sus puertas, siempre encontraremos un momento para encontrar una sombra y sentarnos, para tomar un trago de agua fresca, para dejarnos embriagar por el perfume de azahar, para escuchar en silencio el murmullo del agua, para mirar asombrados a los turistas que caminan en manada, para pararnos a contemplar la torre entre las verdes ramas y el blanco de la flor o los distintos tonos de verdes y naranjas del fruto.





Capítulos dedicado al Patio de los Naranjos en Rincones de Córdoba con encanto, de Francisco Solano Márquez (Diario Córdoba, 2003)

El tiempo detenido

Si hay en Córdoba un lugar mágico y seductor por encima de todos, donde sumergirse en la serenidad y el asombro, ese es el Patio de los Naranjos, el antiguo shan de la Mezquita mayor. “Isla de sombra, de silencio y perfume”, como lo llamó Ricardo Molina. Una babel de lenguas. Un rectángulo de luz tamizada por las verdes copas de los naranjos, donde el tiempo se detiene y flotan sugerentes las evocaciones del pasado.
No hay que olvidar, como afirma Antonio Gala, que la Mezquita «fue el corazón de Córdoba cuando Córdoba fue el corazón del mundo”, y que en su patio, este patio, “administraban justicia los alfaquíes, y sabiduría los maestros; los adinerados pujaban en subastas de códices y extrañas obras de arte; recitaban los jóvenes amantes versos de amor; leían con las piernas cruzadas al sol los eruditos; tañían y cantaban las esclavas canciones de sus tierras, y erguían las bailarinas sus pechos en la danza..
El paisaje es hoy diferente, aunque no menos sugestivo, pues abundan los motivos sobre los que un observador atento podrá fijar su atención. Convendrá apreciarlos en miradas sucesivas para que no se agolpen atropelladamente ante los ojos. Veamos por ejemplo los naranjos, que desde finales del siglo XVI dan nombre al recinto: suman hoy 96, organizados en tres cuadros, con sus alcorques circulares intercomunicados por acequias rectilíneas trazadas en el suelo empedrado, que en primavera inundan el patio con el desmesurado aroma del azahar. Entre los naranjos, esbeltos cipreses apuntan al cielo, mientras los penachos de las escasas palmeras, suavemente mecidos por la brisa, acentúan la nota de exotismo oriental.
Aparte de la fuente mayor, dedicada a Santa María, que merece página aparte, está la del Cinamomo, encaramada sobre una escalinata, y los tres surtidores con tazas de mármol, prisioneros en sus verjas circulares pintadas de verde y rematadas por volutas. Alineados entre los naranjos se aprecian severos faroles con sus fanales rematados por crucecitas, como recordando el carácter cristiano del lugar.
Las galerías o claustros que abrazan el patio por tres de sus lados responden a la remodelación emprendida a comienzos del siglo XVI; suman 46 los arcos, peraltados y blancos, apoyados en columnas y capiteles árabes de penca, que agrupan de tres en tres los alfices de color ocre entre robustos machones. Liberadas de antiguas funciones más ingratas –como cementerio de infelices fallecidos en el cercano hospital de San Sebastián, amparo de niños expósitos o exposición de sambenitos del Santo Oficio–, las galerías invitan hoy a un sosegado recorrido en el que sorprender las innumerables perspectivas que patio y torre muestran enmarcados por los arcos.
La sala de oración en cambio muestra al patio sus arcos cegados, por la construcción de capillas en el interior, o bien embozados en celosías de cedro que dibujan lacerías de inspiración mudéjar. Hacia el centro se abre majestuoso el Arco de Bendiciones, cuyo perfil de herradura ornamentan las labradas dovelas, y, sobre él, los relieves que escenifican el misterio de la Anunciación.
Sobre la Puerta del Perdón se alza la torre majestuosa y resplandeciente tras su benefactora restauración, y en su pináculo, como si fuera un colosal triunfo, la apuesta estatua de San Rafael reina sobre el paisaje. De vez en cuando, las sonoras campanadas inundan el aire apacible, multiplican sus ecos por arcos y por cúpulas, y se trenzan con el aleteo de las palomas, el canto de los pájaros y la canción líquida de los surtidores. Una sinfonía pastoral de gratos sonidos que flota en el aire apacible y sorprende a los turistas; tan cautivados se sienten por la atmósfera del patio que apenas alzan la voz, sólo se aprecia un murmullo en el que sobresalen las lecciones de arte que explican los guías o las risas de los escolares que vienen de excursión.
Para muchos viajeros el patio es una reparadora pausa en el ajetreo agotador de la visita turística, así que se olvidan del reloj y buscan asiento en cualquier poyo para descansar, observar la vida multicolor que bulle alrededor y darse un baño de sensaciones que ya no olvidarán mientras vivan. Y es que el Patio de los Naranjos, vivido y visto con mirada ávida de sensaciones es de esos espacios mágicos que jamás se olvida. Como la Acrópolis de Atenas o el Foro romano.
Los domingos, el flujo contemplativo de turistas se mezcla con los cordobeses que bajan a oír misa. Pero hay que asomarse al patio una tarde del Corpus para ver la custodia de Arfe competir en hermosura con la torre catedralicia mientras el boato litúrgico entre nubes de incienso transporta a época barroca, la que configuró la imagen actual del patio.





     Volveremos, y te hablaré de antiguas leyendas que se cuentan y que algunos, por suerte, recolectan y escriben en libros o en blogs. Te contaré de aquellas primeras veces que miré el Patio con los ojos de un niño, y de la vez que subí a la Torre y contemplé toda Córdoba bajo mis pequeños pies, y me asombraron sus tejados y mi ciudad, tu ciudad, me pareció inmensa. También te contaré de aquel día, rondando los 15 años, cuando desoímos todas las advertencias y la lista de posibles castigos, con la que D. Andrés nos había amenazado, si armábamos jaleo durante la visita a la Mezquita que figuraba en el programa de estudios para primero de BUP. Cuando D. Andrés -al quien no sé porqué, pero sí sé que cariñosamente llamábamos "el Porro"- hizo su entrada por la Puerta del Perdón, se encontró con un tropel de quinceañeros que llevaba a hombros, cual afamado torero saliendo por la Puerta del Príncipe, al compañero Cañete. Fue la brutal e improvisada patada a una rata enorme lo que elevó al compañero Cañete a nuestros hombros. El roedor apareció por sorpresa y se dirigió a toda velocidad al, hasta ese momento, modélico grupo de alumnos salesianos que esperábamos a D. Andrés para entrar a la Mezquita. El compañero Cañete no se lo pensó un segundo, de un derechazo o de un zurdazo imponente envió a la desafortunada criatura contra la rama de un naranjo cercano. Recuerdo perfectamente la cara de D. Andrés al encontrarse con el alegre jolgorio que nos provocó la brillante y rápida ejecución del compañero Cañete; como en tantas ocasiones, D. Andrés, tan conocedor y comprensivo con la terrible edad de la que nos hallábamos presos, no supo si reír o gritar y terminó haciendo las dos cosas al mismo tiempo, mientras el compañero Cañete volvía a tocar el suelo entre suspiros de alivio por la divertida regañina y la falta de castigo. Grande D. Andrés, grande!

     Por todo esto, querido Matías, el Patio de los Naranjos, antesala al aire libre de nuestra gran Mezquita, es uno de los lugares que más me gustan de Córdoba, mi, tu, nuestra ciudad.



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