Hubo un tiempo en el que devoraba películas. En el Lucano, en el Isabel la Católica, en el Góngora, en el Alcázar, en el Arcángel, en la Filmoteca. Hoy, sólo el Arcángel, terriblemente maltrecho, y la Filmoteca sobreviven. Hoy he olvidado muchas de aquellas películas, pero un buen puñado de ellas se hizo fuerte y permanece atrincherado en mi memoria.
Hubo un tiempo en el que todo cuanto tuviera acento argentino poseía la capacidad de hacerme perder la objetividad. Así empecé a tomar mate, así se me empezó a escapar más de un "vos" por un "tú", así empecé a descubrir boludos en la facultad, y así empecé a amar a Gardel y Piazzolla. Lástima que sea un inútil para el baile.
Hubo un tiempo en el que pensaba que había un montón de cosas que debían, que tenían que cambiarse. Pensaba en aquellos años que era posible cambiar lo que debía, lo que, por fuerza y por justicia, tenía que cambiarse. Así me enamoré del cine de Aristarain, Piñeyro, Subiela...
Hoy, no tengo tanto tiempo para devorar películas y, muchas veces, al llegar la noche, el cansancio es grande y la capacidad de prestar atención sólo me alcanza para mirar alguna tontería de súper héroes o la penúltima comedia romántica que se estrenó. Hoy, me sigue gustando el acento argentino, sigo amando a Piazzolla y Gardel y, por desgracia, sigo descubriendo boludos; pero ya no se me escapa ningún "vos". Hoy, mantengo que hay un montón de cosas que deberían, que tendrían que cambiarse; pero ya me he dado cuenta de que es muy difícil que alguien se atreva a cambiarlas. He entendido que con cada crisis, con cada refundación, el capitalismo se vuelve, en realidad, más poderoso; que cada cambio de caras en mi partido trae una efímera esperanza que terminará corrompida con el uso de poder.
Sin embargo, esta noche, el cansancio queda aplazado unas horas y la capacidad de atención es suficiente para volver a ver una gran película. Esta noche me vuelve a emocionar el acento y el tono y la forma. Esta noche confirmo mi amor por Alterio y Darín, también por Campanella. Esta noche pienso que quizá no es tan tarde, que puede que Ismael Serrano y Julio Anguita tengan razón, que el ser humano es utópico por naturaleza, que otro mundo es posible si mantenemos, más que el cansancio, la desesperanza a raya, y si somos capaces de prestar atención a todo lo que nos rodea, si dejamos de ser bolados empeñados sólo en descubrir y criticar a otros boludos.
Qué buena es la noche que termina o que empieza con una buena película.
Amanece y más allá del acento, de la interpretación que sabe a verdad, del tono y la forma, del compromiso, de las ganas de construir un futuro menos violento, menos asesino, menos capital para mis hijos; descubro que el motivo por el que escribo no es otro que el miedo. Escribo porque tengo miedo a dejar de ser, miedo a no estar más, miedo a que se me nuble el entendimiento, miedo a que me roben los recueros, miedo a no poder contarte, querido Matías, quién fue tu abuelo y cómo era una Navidad en el pueblo.
Me levanto, miro por la ventana, intento sacudirme el miedo antes de que él me deje tumbado, inerte en la lona. Escribo para seguir pensando, para seguir vivo, para encontrarme y reencontrarme con mi gente, mi buena gente. Para no perder, aunque sea una estúpida batalla contra poderosos, invencible molinos de viento, escribo.
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