lunes, 4 de agosto de 2014
Una arruga en el tiempo
En alguna de las obras crónicas que cada verano había que afrontar en nuestra estrecha casita del pueblo, aprendí lo que era una junta de dilatación. Mi padre me enseñó que era necesario dejar unas pequeñas ranuras en el suelo de cemento para que en verano, cuando por efecto del calor el material se dilatase y expandiese, el suelo no quedase deformado.
Los veranos de mi pueblo, Fuente Tójar, son tremendamente calurosos. Tanto que hasta el tiempo parece que se dilata y expande por efecto del calor. Antes de que se abriese la piscina municipal, antes de que los chavales de mi edad empezaran a trabajar en la carpintería; el día no empezaba hasta las 11 (los lunes de mercadillo y los sábados en Priego eran una excepción). A partir de esa hora los críos nos íbamos juntando en el pletín de la Anita para jugar apostando estampas de fútbol. Tras un corto paseo a donde la hornera para comprar el pan recién hecho nos sentábamos a comer. Nuestra estrecha casa, de pared medianera casi más ancha que ella misma, era un buen refugio. El Sol era despiadado a la hora de la comida. Nada que hacer hasta las 6 o las 7 de la tarde. A esa hora los chiquillos empezábamos a juntarnos y, si éramos un número suficiente, nos íbamos a la era de las Hortega a jugar un partido de fútbol. De vuelta a casa cansado y con algunos rasguños, una ducha ocasional y una cena rápida, quizá un bocadillo; y vuelta a la calle para darle ciento y una vueltas al pueblo o pasar la noche en la Fuente, comiendo pipas junto al quiosco del Manolito.
Cuando se inauguró la piscina, el día empezaba exactamente a las 12, cuando Agustín, el primo de mi madre, abría la taquilla. El pan se compraba en el camino de vuelta a casa, con el bañador húmedo todavía, la siesta se echaba en el césped de la piscina, jugaba más al tenis que al fútbol y, después de una ducha imprescindible y una cena rápida, quizá un bocadillo; ya no dábamos ciento y una vueltas al pueblo, ya no comíamos pipas junto al quiosco del Manolito; nos conformábamos con la mitad de vueltas y tomábamos un tinto sin alcohol en el bar de la piscina.
Cuando todos los chavales de mi edad empezaron a trabajar en la carpintería, los cromos ya eran cosas de chiquillos, en la piscina pasaba el día con las niñas, los partidos de fútbol sólo se jugaban los sábados y domingos y a última hora de la noche tomábamos una cerveza en el reservado del bar de Manolo, después de que a las niñas se les agotase el permiso paterno para andar solas por la calle.
El verano en mi pueblo se dilataba, se expandía tanto, que corría el riesgo de deformarse, de terminar siendo un verano aburrido, rutinario, feo. Mi junta de dilatación para evitar la deformación del verano eran los libros. Tumbado en la cama enorme del que había sido dormitorio de mis abuelos o sentado en el sillón del pasillo-comedor, me pasaba horas leyendo. Mi día, en realidad, no empezaba a las 11 con las estampas o a las 12 en la piscina; antes de salir a la calle con mi bañador y mi camiseta de algodón, con mi taco de estampas o mi radiocasete, ya había leído una buena parte de un libro. Muchas tardes, dando continuación al libro empezado por la mañana, retrasaba el momento de irme a la piscina. Muchas noches, después de la última cerveza con los chavales del pueblo, no me acostaba hasta terminar el libro. Suerte que no necesito muchas horas de sueño para estar descansado.
La editorial Alfaguara había sacado una colección de libros juveniles que se compraban en los quioscos de prensa. Cada semana aparecía un nuevo título. Si no me falla la memoria cada libro costaba 350 pesetas. En aquel tiempo yo ya ganaba mi propio dinero dando clases de inglés y del resto de asignaturas a niños de EGB. Me compré, semana a semana y usando mi propio dinero, la colección completa. Formaban parte de ella títulos como: Momo, Rebeldes, La Historia Interminable, Charlie y la fábrica de chocolate, El pequeño Nicolás, La ley de la calle, El caso de Cristof, El nuevo Noé...
A finales de agosto, cuando el verano parecía haber llegado ya a su límite de dilatación, pasaba más o menos las mismas horas en la piscina pero estaba más rato en el césped que en el agua. Como las conversaciones con las niñas también parecían agotadas, empecé a llevarme el libro del día a la piscina. Una de esas tardes de piscina terminé de leer Una arruga en el tiempo. Cuando iba a guardar el libro en mi bolso y a darme un baño, un amigo me pidió que se lo pasará. Mi amigo no era aficionado a la lectura, imagino que su junta de dilatación le había fallado y su verano estaba ya a punto de deformarse. Cuando volví de darme mi baño mi amigo ya había empezado a leer las primeras páginas. Me dijo que parecía interesante, que si se lo podía prestar. Le dije que sí. Pensé que el libro estaría de vuelta en un par de días, tres o cuatro como mucho. Tal vez mi amigo, esa misma noche, desistiera de la idea de leer un libro y me lo devolviese al día siguiente. La realidad es que no volví a ver mi libro hasta Navidad. Dos semanas más tarde de haberlo prestado y viendo que mi amigo no leía en la piscina y no me había dicho nada más del libro, directamente le pregunté por él. Me contestó que lo estaba terminando, que iría por la mitad pero que la semana siguiente, antes de que regresáramos a Córdoba para el inicio de las clases me lo devolvería. El día antes del regreso le volví a preguntar por el libro y su respuesta fue que una prima suya lo había visto y se lo había pedido prestado. Entre el verano y la Navidad pregunté por mi libro insistentemente cada fin de semana que pasé en el pueblo. La prima de mi amigo tardó un par de meses en leerlo y después se lo prestó a otra amiga que finalmente me lo devolvió en Navidad. Me lo entregó con una sonrisa y toda la tranquilidad del mundo. Me pareció increíble que se pudiera maltratar tanto un libro. Ella debió captar rápidamente la expresión, mezcla de sorpresa y furia, de mi cara y se apresuró a decir que a ella se lo habían pasado así. Con un poco de fixo intenté arreglar un poco las pastas y me prometí pensarme muy bien, en adelante, eso de prestar libros.
Pasados un par de veranos, aquella colección juvenil de Alfaguara ocupaba un lugar en mis estanterías que yo necesitaba para otros libros. Puse la colección entera en un par de cajas de cartón y las guardé en la cochera, pensando que algún día tendría espacio suficiente para poder devolver los libros a una estantería y guardarlos para cuando tuviese hijos. Algunos años más tarde, reordenando la cochera, descubrí con espanto que mis libros de juventud habían sido atacados por las polillas. Tuve que tirarlos todos y me prometí pensarme muy bien, en adelante, eso de guardar libros en cajas en una cochera.
Hace pocos meses el Círculo de Lectores decidió incluir en su catálogo Una arruga en el tiempo. Lo pedí de inmediato. Este fue uno de los dos libros que encontraron acomodo en la maleta de mi hermana. Viajó de Barcelona a Córdoba y de Córdoba a Bjørkelangen. Nada más deshacer las maletas me puse a leerlo. El verano en Bjørkelangen, aunque más corto y menos intenso, que el de Fuente Tójar, también necesita una junta de dilatación.
En esta ocasión he tardado más de un día en leerla, pero he disfrutado igual que la primera vez con esta novela juvenil de Madeleine L´Engle. Se trata de una novela mitad fantasía, mitad ciencia-ficción, con toques de física cuántica y con toques religiosos. Es una aventura en la que dos de los hermanos Murry, Meg y Charles Wallace, acompañados de su amigo Calvin y ayudados por las señoras Qué, Cuál y Quién; emprenden un viaje por el tiempo y el Universo para rescatar a su padre y escapar de la cosa oscura. Gracias a su lectura he hecho mi propia "arruga en el tiempo" y he viajado a aquél verano eterno de mi pueblo, y me he visto tumbado en la cama de mis abuelos, cabeza abajo, leyendo con los brazos estirados la edición de Alfagura que estaba en el suelo de cemento del dormitorio.
Busco información después de terminarlo y descubro que se publicó por primera vez en 1962, que no se editó en España hasta 1988 y que actualmente está descatalogado. Descubro también que hay varios libros más con las aventuras de los hermanos Murry y Calvin que no llegaron a editarse nunca en España.
Las tres ilustraciones de abajo pertenecen a la edición de Círculo de lectores que tengo y que intentaré guardar y conservar en perfecto estado hasta que mi pequeño Matías tenga la edad adecuada para viajar por una "arruga en el tiempo".
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