viernes, 11 de octubre de 2013

Peluquería Ballesteros


     Va para 5 años que vivo en Noruega y todavía no he pisado una peluquería como cliente. El precio de un corte de pelo para hombre en una peluquería de Bjørkelangen es algo que no consigo asimilar. No puedo entender que, con el escaso pelo que me queda en la cabeza, me pidan entre 50 y 60 euros por pelarme. En una época de gran bonanza en Barcelona, se me ocurrió entrar en una peluquería italiana que había cerca de mi piso, muy fashion, muy cool, con peluquero italiano y acento y soniquete italiano incluído.  
     Como lo del pelo escaso es una verdad evidente, le pedí a aquel peluquero, cool y fashion, un corte simple, muy sencillo, a máquina y listo. Pero él se empeñó en complicarlo todo:  me lavó el pelo dos veces, una de ellas con un refrescante champú a la menta, me pasó la máquina como si en vez de cortar un pelo débil y escaso, estuviese asfaltando un circuito o dibujando un mandala, después, cuando yo pensaba que era imposible realizar alguna operación más sobre mi cabeza, se dedicó a jugar al escondite él solo, así se ocultaba detrás de mi nuca y, poco a poco, yo veía aparecer su pelo - tan escaso como el mío a pesar del uso frecuente, supongo, del champú a la menta -  y, poco después, sus ojillos, buscando, supongo, el último de los pelos indómitos y rebeldes que hubieran sobrevivido en mayor longitud a su cuidadosa operación. Poco más de 30 minutos después, salí de nuevo al parque de la Sagrada Familia, con un bote de champú a la menta y con el firme propósito de no volver a pagar en mi vida los 30 euros que me cascaron por aquel pelado cool y fashion - por supuesto que el bonito y escaso bote de champú a la menta no estaba incluido en el precio -. Desde entonces me basto y sobro para pasarme la máquina yo solito o con la ayuda de algún familiar. 

     Hace poco más de tres años, aprovechando que pasábamos la mañana en Priego y que la boda de mi hermana estaba a la vuelta de la esquina, quise, para tan señalado momento, regresar a la peluquería de mi infancia y juventud. 
     La Peluquería Ballesteros o "del pasaje", como la conocíamos todos en Tójar, era y es una pequeño negocio familiar situado en un pasaje al lado del ayuntamiento de Priego. No creo equivocarme al asegurar que es aquí donde más veces me han cortado el pelo en mi vida. Cada Navidad, Semana Santa, verano y muchos fines de semana pasábamos por aquí mi padre, mi hermano y yo para volver a casa "apañaos pa las fiestas" o "más fresquitos pal verano"



  
     Recuerdo la peluquería casi siempre llena y la voz del peluquero - qué rabia no saber su nombre - diciendo algo así como: "hay lo que ves y dos hombres más, si te pasas en una hora más o menos..."
Tiempo para desayunar en el Río, para ir a la plaza de abastos, para una visita a la Fuente del Rey, para una tapa en Juanico Pelusa... 
     En la peluquería había siempre una montaña del diario As que yo leía con devoción - era un tiempo en el que internet era una palabra desconocida, época de menos televisión y de todos los partidos menos uno el domingo a las cinco de la tarde -. Mientras miraba las fotografías del Real Madrid y leía las noticias con retraso, escuchaba hablar de la cosecha que se esperaba o de la cosecha que se estaba recogiendo y de cómo saldría el aceite este año. La política eran palabras mayores y quedaba reducida a temas muy locales y muy relacionados con el olivar. El otro gran tema era el fútbol y, como casi todos éramos del Madrid, se hablaba más del Córdoba, el Lucentino o el Atlético Prieguense. 

     De un lugar privilegiado de la pared, colgaba la fotografía del hijo del peluquero luciendo la camiseta del Córdoba. En un rincón, al fondo de la peluquería, yo leía la colección de As que se había ido acumulando en la repisa de la ventana. En aquella temprana edad, mientras repasaba la prensa deportiva, tenía claro que mi pericia futbolística era tan escasa como el pelo que ahora me queda; en aquella temprana edad tenía planeado ser "alguien", me gustaba la política y soñaba verme en la tesitura de, siendo "alguien", rechazar un peluquero oficial y acudir a pelarme donde siempre, donde hasta ese momento lo había hecho en mi corta vida, desde donde, después de visitar a los abuelos, regresaba a Tójar "apañaos pa las fiestas" o "fresquitos pal verano".

     Ahora que soy padre me es muy fácil imaginar a mi propio padre y al peluquero soñando con el mejor de los futuros para sus hijos, imaginando que el día de mañana serían mucho más que un empleado de telefónica o un peluquero de pueblo; soñando con un equipo de primera o algún ministerio, imaginando a sus hijos siendo "alguien". Qué buen padre no sueña el mejor de los futuros para sus hijos. 
     

     

     Hace poco más de tres años, días antes de la boda de mi hermana, volví a cruzar por el pasaje de Priego, temiendo encontrar al fondo una persiana cerrada, un tienda de zapatos o una peluquería cool y fashion. 
     Por suerte, y porque en los pueblos la vida no necesita de tantos cambios, al final del pasaje, a mano derecha, continuaba existiendo la misma peluquería de mi infancia y los cambios en el local se reducían al intenso nuevo color de las paredes y algún que otro detalle difícil de apreciar. 

     Fue inmediato el reconocer al hijo enfundado en el oficio del padre. Mientras me pelaba me veía en el papel de mi padre, hablando de mi vida en Noruega, recordando aquellos tiempos en los que soñábamos ser alguien, hablando de lo que cambió Priego, no mucho, en mi ausencia; de la crisis que vacía los pueblos y de las cosechas que, siendo buenas, no rinden no lo que tienen que rendir. Reflejado en el espejo veía a Kevin, representando mi papel de muchos años atrás, pero un poco más aburrido porque ya no quedan "Ases" en la peluquería. 
     
     Tres años más tarde regreso a mi peluquería y el joven peluquero - qué rabia no haberle preguntado su nombre - se acuerda de mí y volvemos a hablar de la crisis y de la cosecha que tendría que rendir más si se pusiera más iniciativa y voluntad y se le diese más valor añadido al mejor aceite del mundo y de mi vida en Noruega y de lo casi nada que cambió Priego en mi ausencia y de mi hijo que apenas tiene dos meses y de nuestros padres y de lo que soñaban para nosotros y de que al final no estuvo tan mal abandonar algunos sueños junto a la almohada y no haber acabado siendo "alguien". 

     Si Dios quiere, volveremos antes del bautizo de Matías y Kevin y yo nos pelaremos y puede que Erik también se anime y Nathaly y Matías esperarán a que los dos o los tres salgamos "apañaos pal bautizo y la Pascua".





     En esta silla recuerdo el tiempo en que yo era un chiquillo. Casi siempre me bajé feliz de esta silla de barbero; excepto aquel día que, quizá, se nos fue la mano con lo de "cortito, cortito, con máquina, que esté fresquito el niño pal verano". Aquel día me vi horroroso al mirarme al espejo y, después de visitar a  los abuelos,  fui callado todo el camino de regreso a Tójar y antes de pisar la calle me quise poner una gorra que no sé de dónde saqué y la gorra voló de un capirotazo que me dio mi padre y casi a patadas tuve que salir al Sol de julio a cabeza descubierta para curarme de golpe un estúpido complejo o una vanidad incipiente. 
     En aquella temprana edad todavía no sabía que estaba en el justo momento en el que casi todos los niños - siempre hay envidiadas excepciones - somos feos, feos, muy feos y que, en compensación a aquella borrosa fealdad la cabeza nos hierve de sueños.


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