Son alegremente obligatorias, en cada regreso a Barcelona o Córdoba, las visitas a la Casa del Libro y la Librería Luque. El resto del año me conformo con hojear digitalmente la revista bimensual del Círculo de Lectores. Después de cerca de 40 años de lector, ya quedaron atrás las lecturas obligatorias de la escuela y algunas modas pasajeras y, por desgracia, los consejos literarios que recibo de familiares y amigos íntimos son más bien escasos. Después de cerca de 40 años de lector, tengo ya unos gustos literarios definidos y una fidelidad absoluta a un grupo de autores: Saramago, Múñoz Molina, Rosa Montero, Almudena Grandes, Javier Cercas, Iam McEwan, John Irving…
Ni el, para mí, desconocido nombre de Andrés Vidal ni la fotografía sepia que sirve de portada a El sueño de la ciudad, llevaron a esta novela a formar parte de uno de mis pedido del Círculo. A la hora de seleccionarlo sólo tuve en cuenta que trataba de Barcelona, una ciudad que me sedujo, que pudo haberme devorado, en la que, sin terminar perdido, tantas veces me perdí; una ciudad enorme a la que sobreviví y en la que llegue a sentirme, literalmente, "en casa", y creo que esto es lo mejor que se puede decir de una ciudad que no es la propia.
El libro empieza con la leyenda para mí desconocida hasta ahora. Cuentan que el Tibidabo recibe su nombre por el hecho de haber sido uno de los lugares a los que Satanás eligió para tentar a Jesús de Nazaret. Desde la cima del monte y con la visión de lo que, mucho tiempo después, sería Barcelona; el diablo le vino a decir al Nazareno algo así como: todo esto te daré (tibi dabo) si te postras y me adoras. Bien es sabido que Cristo no cayó en la tentación y renunció a la posesión de los que muchos años más tarde, justamente en el tiempo en que se ubica esta novela y según reza el título de otra, se convertiría en "la ciudad de los prodigios".
Tantos años viviendo en Barcelona, grabando incluso cerca del Tibidabo, en la carretera de la Rabasada para un documental sobre los ya casi míticos coches Pegaso; y, sin embargo, la primera y única vez que lo visité fue cuando ya me estaba despidiendo de Barcelona. Aprovechando una visita relámpago desde Lo Pagan para que mi familia conociera a Erik y Kevin, el último día, antes de regresar a Murcia; pasamos la tarde en los "cacharritos" de un parque de atracciones que se ha ido quedando antiguo pero que conserva una magia especial (Erik no olvidará nunca su visita y huída precipitada del Hotel Krüeger) y unas vistas espectaculares.
Además del Tibidabo y el Casino de la Rabasada, la novela discurre, a buen ritmo de lectura, por un tiempo pasado y unos lugares que terminaron por serme tan familiares: el Gótico, el Raval, el Borne, la Barceloneta, el Paseo de Gracia...
Existe una pequeña película, forzosamente muda y documental, realizada por el pionero Ricardo Baños en 1908. Son algo más de siete minutos que he visto en varias ocasiones para buscar imágenes que ilustrasen alguna secuencia del programa Noms. En ella nos asomamos, desde un tranvía, al maravilloso espectáculo de la vida en la Barcelona a principios del siglo pasado. Esos planos-secuencia son un fidedigno testigo del transitar de la vida real por una ciudad en construcción.
Aquí dejo un link por si algún familiar o amigo íntimo tiene la curiosidad de echarle un vistazo
https://youtu.be/ELhujMDuNYs
La lectura de esta novela me produce nostalgia de Barcelona, una nostalgia que Nathaly se encarga de recordarme cada cierto tiempo. También para ella es una ciudad especia. Allí nos conocimos, allí empezó Matías su viaje y allí siguen mi hermana y su familia. Con la lectura de esta novela refresco la memoria de algunos paisajes, evoco algunos momentos y acreciento las ganas de regresar.
Además Nathaly y yo tenemos una visita pendiente. En cada regreso decimos que queremos entrar a la Sagrada Familia (casi un personaje más en esta novela) y en cada viaje posponemos la cita, pensando que así, siempre tendremos un motivo ineludible para regresar.
Un día salí de mi pequeña ciudad andaluza sin saber que lo hacía para no volver, sin saber que Barcelona acabaría siendo una nueva casa, un lugar donde me sentí confortable, una ciudad que me sedujo al instante, una ciudad a la que sobreviví y de la que me fui enamorando, de verdad, poco a poco… y una ciudad de la que, reconozco, en los primeros meses tuve mucho miedo de salir derrotado. Recuerdo que mi amigo Fernando, cuando le confesé mis temores en alguno de mis primeros regresos a Córdoba, me dijo algo así como: "y si te tienes que volver, te vuelves y no pasa ná". Aquellas palabras de consuelo y aliento y el vino fino que probablemente adornaba nuestra mesa o la barra de un bar, fueron el consuelo y aliento necesarios para que mi historia en Barcelona no tuviese un final precipitado.
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