Si sólo pudiese regresar a Barcelona por un sólo día, elegiría un 23 de abril, el día de Sant Jordi, el día del libro y la rosa. Me gustaría volver a pasear una mañana por Rambla Catalunya, antes de que por la tarde la inunde una marea humana y, sin prisa, elegir la mejor rosa. Comer, por ejemplo en 4 Gats y esperar con el postre, el paquete que envuelve un nuevo libro. Subir de nuevo por Rambla Catalunya y, cámara en mano, fotografiar la multitud que, recién salida del trabajo, hace cola para obtener una firma en su libro o para elegir la segunda mejor rosa. Seguro que algún santito o el universo me hace coincidir en tiempo, 23 de abril, y lugar, Barcelona; alguna próxima primavera.
Mientras llega ese día, me conformo con elegir las mejores rosas del REMA y esperar con mucha ilusión el paquete de LIBRIS. El año pasado Nathaly olvidó hacer el pedido a tiempo, olvido que compensa este año regalándome dos libros: 12 cuentos peregrinos de García Márquez y Salir a robar caballos de Per Petterson, un escritor noruego que vive en nuestra kommuna y que es cliente en la farmacia de Nathaly.
Para mi cumpleaños, Nathaly me regaló esta edición de El coronel no tiene quien le escriba. Con este y los 12 cuentos del Sant Jordi pasado que llegaron con un año de retraso, ya casi tenemos la obra completa de García Márquez. Creo que sólo Relato de un naufrago falta en la estantería.
No suelo leer los libros en el mismo momento en el que los compro o me los regalan. Sé que es una estupidez, que los libros no maduran; pero me gusta tenerlos un tiempo en la estantería y retrasar el momento de empezar a leerlos. Reconozco que con el Ulises de James Joyce me estoy pasando un poco, el pobre y grueso libro, con reputación de obra maestra y fama de difícil, lleva más de 30 años esperando su momento. Reconozco también que por ser una relectura, por ser corto, y un poco por mala conciencia, al coronel ni siquiera llegué a ponerle bien puesto en la estantería antes de leerlo.
El caso es que tenía bastante mala conciencia, en realidad, porque los dos últimos libros de García Márquez que empecé a leer los dejé a medias. A mí, que me cuesta dejar de ver una película por mala que sea, que no recuerdo si alguna vez he dejado de leer un libro antes de la palabra FIN, no se me ocurre otra que devolver dos libros de García Márquez a la estantería antes de tiempo.
Con El amor en los tiempos del cólera tengo un poco de excusa. Empecé a leerlo después de ver la horrible película que protagoniza Javier Bardem, y, obvio, el libro era infinitamente mejor que la horrible película; pero para mi sorpresa pasada la mitad del libro (no recuerdo en qué pagina) había una falla de impresión de la que resultaba la repetición de algunos capítulos y la falta de otros. Cuando, tras ponerme en contacto con mi agente del Círculo, reclamar y devolver el libro, me enviaron uno nuevo; habían pasado unos pocos meses, había olvidado la página donde lo dejé y me parecía una falta de respeto retomar la lectura al tuntún; tampoco tenía ganas de empezarlo de nuevo. Después de quitarle el plástico y confirmar que este ejemplar estaba en perfecto estado, lo coloqué en su lugar de la estantería. Ahí empezó la mala conciencia.
Un poco tiempo después, ya con Matías entre nosotros, decidí, arrastrando un poco lo de la mala conciencia, que era un buen momento para volver a leer Cien años de soledad. Saqué el viejo libro (más o menos del tiempo de mi Ulises sin leer), le quité un poco de polvo y me dispuse a volver a disfrutar con la historia de la fundación de Macondo y de la saga de los Buendía. Pocos días más tarde me di cuenta de que estaba perdido en las calles de Macondo y en el árbol genealógico de los Buendía. Me pareció una falta de respeto terminarlo por terminarlo y mirando de reojillo a mi pequeño Matías no tuve ganas de empezarlo de nuevo.
Por eso, este coronel que espera y espera una carta que nunca llega, este coronel que cría un gallo de pelea, este coronel digno, resignado, estoico, olvidado por la oficialidad, este coronel que necesitó setenta y cinco años de su vida para, sintiéndose "explícito e invencible", responder a la pregunta "Dime, qué comemos" con un corajudo, explícito e invencible: "Mierda". Por eso, digo, este coronel de García Márquez, me libera de mi mala conciencia.
La triste noticia de la muerte de García Márquez me pilla sentado en el sofá de una cabaña en Sjusjøen. Esta fotografía representa la imagen que tengo de un escritor al que admiro, del que volveré a leer cada uno de sus libros, empezando por estos 12 cuentos peregrinos que me acaban de regalar por Sant Jordi y con el que me hubiese encantado coincidir en algún curso de guión en San Antonio de los Baños, al que hubiese querido conocer lo suficiente para ganarme el derecho a llamarle "Gabo".
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