lunes, 9 de marzo de 2015

Color Magic


     Nathaly no deja de superarse, no deja de sorprenderme y ha conseguido hacer de mi cumpleaños otra vez un día especial. Hacía semanas que venía anunciándome con cierta solemnidad y temor que este año no recibiría ni un solo, pequeño, diminuto libro de regalo. Con dos días de adelanto, el lunes, me pidió que abriera un enorme paquete. Yo hago como que me niego, me resisto, digo que no, que hasta el miércoles, día de mi cumpleaños, no pienso abrir nada. Termino cediendo y el paquete, enorme pero liviano, esconde una maleta vacía. Un pequeño juego de pistas que me recuerda los cumpleaños que mi padre, qué grande eras papá, inventaba para mí. Sé que mañana viajo, que Nathaly se ha encargado de suspender mi reunión con Per y un par de compromisos laborales, que mis familiares y amigos íntimos están al tanto, vía whatsapp, de mi regalo de cumpleaños. Lo que todavía sé, en la noche del lunes, es el cómo y el dónde.

     En la mañana del martes, no demasiado temprano, salimos en coche con dirección Lørenskog. Pasado este punto el aeropuerto queda descartado. Nathaly intenta despistarme anunciándome que necesitamos poner gasolina para conducir un par de horas. Continuamos dirección Oslo. Pasamos la salida Sentrum y Nathaly me pide que me sitúe en el carril de la derecha y tome la próxima salida. En ese momento ya tengo claro el cómo: barco. Me queda por resolver el destino: Dinamarca o Alemania.




     Matías está encantado. Ha dormido un poco durante el viaje en coche y ahora está feliz corriendo sin parar de un lado a otro. Está tan feliz que hasta, cosa rara en él, se aviene a posar ante mi cámara con toda la paciencia que normalmente le falta. Nathaly está feliz de vernos felices a nosotros. A pesar de los 43 que estoy a punto de cumplir, sigo siendo un chiquillo que no entiende como esta mole de barco, que miro desde la ventana antes de embarcar, puede mantenerse a flote; y que desea que, cuando Matías esté a punto de cumplir 43, todavía los osos polares habiten este planeta.




     Poco después del mediodía, a la hora prevista, zarpamos. Desde la popa del barco disfruto desempolvando la cámara de fotos que, de a poco, el móvil ha ido dejando arrinconada. Asomado a la baranda, mientras fotografío el skyline de Oslo, pienso que no conozco otra forma de apuntar a un ser vivo que no sea a través del objetivo de una cámara. Nathaly se anima, y con la "cámara grande" deja constancia del retrato de un chiquillo de provincias en viaje de placer por el fiordo de Oslo.








     La temperatura es baja y el viento excesivo para que Matías esté mucho más rato en cubierta. El interior del barco es espectacular. Dedicamos un buen rato a recorrerlo, planta por planta, antes de prepararnos para cenar en el restaurante Oceanic. Las impresionantes vistas desde la popa y el lujo en los detalles lo convierten en el restaurante más caro del barco. Nathaly se lamenta de que la reserva para comer aquí sea para la tarde del martes y no para la del miércoles, día de mi cumpleaños. Matías juega con unos lápices mientras esperamos que lleguen los primeros. Ensalada de pollo para mí y salmón ahumado para Nathaly, de segundo los dos optamos por carne de vacuno al punto, la de Nathaly a la pimienta. El precio del vino es ridículamente caro en este país, así que nos conformamos con una botella de agua. Con la puesta de Sol desaparecen también las vistas, y el mar ya es sólo una inmensa negrura que apenas se atisba a través del enorme ventanal que, ahora, ya sólo sirve para reflejar el lujo interior. La comida es correcta, pero no memorable. Memorable sólo la compañía y algunas sonrisas de complicidad observando a Matías.







     Mi primera noche en un barco me recuerda un poco, muy poco en realidad, a la primera noche que pasé en un tren. Este barco gigante se mueve mucho menos que el Talgo, en lugar de tres desconocidos,  a mi lado duermen mi mujer y mi hijo y gran parte de la angustia ha desparecido con la tramontana o los años. A pesar de la copa que tomamos a última hora, por si acaso al barco gigante le daba por moverse más de lo previsto; duermo poco. A primera hora de la mañana recuerdo que oficialmente acabo de cumplir 43 años. Nathaly y Matías despiertan y son los primeros en felicitarme. Imagino que al móvil irán llegando durante el día mensajes de familiares y amigos íntimos. Mientras nosotros nos vamos acercando a la costa alemana. El día amanece gris opaco y ventoso. Una fina lluvia me recibe a estribor cuando salgo a la terraza para hacer algunas fotos. Nathaly y Matías ven la llegada a puerto a través del cristal.




     Para mí los aeropuertos no cuentan. Así, aunque he pasado por los de Frankfurt y Berlín, considero que hoy es la primera vez que estoy en Alemania. Poco antes de las 10 de la mañana desembarcamos en el puerto de Kiel, ciudad de la que hasta ayer lo desconocía todo. El cielo nos da una tregua para las cuatro horas de que disponemos antes de regresar al barco. Para la mayoría de los noruegos esta ciudad no representa más que un centro comercial y una tienda de vinos en la que hacer acopio a buen precio.
Nathaly y yo le damos una oportunidad y durante las dos primeras horas visitamos el centro histórico y nos comemos un par de Batwurst de un puesto callejero. En el centro comercial me escandaliza encontrar una tienda que vende mochilas de colegio exclusivas a unos 250 Euros. La comida es lo que más nos llama la atención. Parece que los alemanes sí que saben comer. Nos sentamos en un café. Yo me pido un expreso y Nathaly, con poca fortuna, intenta pedir un cortado. La camarera ni entiende ni habla inglés y tampoco parece muy dada a improvisar. Nathaly se tiene que conformar con un Capuccino, parece que esto si es internacional. También se confunden con las tartas que Nathaly había pedido para empezar a celebrar mi cumpleaños. Este detalle, en realidad, no tiene importancia; las que nos traen son deliciosas. Matías estaba tan cansado que ha dormido las cuatro horas. Por ahora no puede decir que haya visto nada de Alemania.




      Para nuestra segunda y última cena en el Magic Color, tenemos reservada mesa en el Restaurante Buffet. Nathaly pensaba que el Oceanic era, si atendemos al precio, bastante mejor que este. Yo estoy en desacuerdo y me alegro de que mi cena de cumpleaños haya sido aquí. Nos dan una mesa con vistas al mar y volvemos a pedir una botella de agua. El buffet tiene todo lo que se le puede pedir a un buffet: comida abundante, buena y variada. Por resultarme un tanto embarazoso, omito dejar constancia de la cantidad de platos que fui llevando a mi mesa con vistas al mar. Baste señalar que tasté, en raciones generosas, cuatro tartas diferentes. Y la quinta no cayó porque ya no había más hueco.




     El martes, después de cenar en el Oceanic, llegamos al teatro con el tiempo justo para encontrar un tres asientos. El miércoles llegamos más temprano y podemos sentarnos en primera fila. Matías ha disfrutado como loco con estas dos noches de musicales. Acompaño el show con un mojito que incluso me hace olvidar que a esta misma hora Ismael Serrano estará empezando a tocar en Cervantes de Málaga.



     El jueves por la mañana, con amanecer espléndido, regresamos al fiordo de Oslo. Han sido dos días fantásticos que esperamos repetir con Erik y Kevin y, quién sabe, quizá con algún familiar o amigo íntimo que algún día se deje caer por aquí. Mi querida Nathaly ha dejado el listón muy alto. Así da gusto que vayan pasando los años. Este año no pido más prórroga. Ojalá que todos los que me quedan por cumplir, hasta los 84 pactados, vengan llenos de regalos inmateriales de enorme valor y fácilmente transportables en la memoria.





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