Recuerdo dos cuadros en el salón de mi infancia: unas bailarinas de Degas y un paisaje campestre, difuminado en mi memoria, pero, sin duda más cerca de la pradera inglesa que de nuestra campiña. Cómo llegaron esos cuadros al salón de mis padres y dónde están ahora son dos misterios que trataré de resolver en los próximos días junto a mi madre en Córdoba.
Uno de los peores recuerdos de mi infancia tiene que ver con un dibujo, mejor dicho, con un intento de dibujo. Fue en segundo de EGB. D. Juan, el profesor titular estaba enfermo y vino una profesora sustituta. No recuerdo que hicimos durante las primeras dos horas, pero no me cuesta imaginar el pequeño follón que armaríamos valiéndonos de la ausencia de D. Juan y su temida regla "Felisa". Al sonar la campana que anunciaba el recreo, los nervios de la sustituta deberían estar ya al límite, y bien puedo imaginar que, durante nuestra media hora de bocadillo y fútbol al pelotón, ella se dedico a concebir un plan para tenernos tranquilitos el resto de la jornada. Su plan maestro consistía en hacernos abrir un libro de lectura por una página que mostraba a un hombre vestido de flamenco y contorsionándose a página completa. Cuando todos teníamos el libro abierto por la página señalada, ella pronunció la terrible frase que puede resumirse en un: quiero que me copiéis este dibujo en una hoja en blanco.
Para mí fueron las dos horas más terribles de la EGB.
Desde "Parvulitos" estaba acostumbrado a ser muy rápido y muy bueno leyendo, tanto que abrumaba a los profesores titulares, y a ser bastante rápido y bastante bueno con las sumas y restas, y a tener una caligrafía legible, cosa que a esa temprana edad tiene bastante mérito. Como contrapunto, que nadie puede ser bueno en todo, era un perfecto inútil a la hora de dibujar. Creo que ni calcar se me llegó a dar bien. Me recuerdo al borde de la histeria, luchando contra las lágrimas y el papel, y terriblemente sorprendido y frustrado al ver que era incapaz de lograr dibujar algo que al menos tuviese el aspecto de cuerpo humano. Tengo que reconocer que todavía me frustró más, casi hasta el punto de depresión infantil, ver que algunos de mis compañeros de los del grupo "balbucea cuando lee, suma con los dedos y se equivoca, caligrafía abstracta" había hecho una copia casi perfecta de aquel idiota que se había puesto a bailar, vestido de flamenco, para amargarme el día.
Por suerte, esta terrible experiencia no llegó a traumatizarme más allá de la desconfianza que, desde aquel día, le tengo a cualquier sustituto.
A pesar de mi manifiesta inutilidad para la creación, y quizá por eso mismo, admiro profundamente en otros la capacidad para crear belleza de la nada, para ver la realidad de otra manera, interpretar, ordenar, dar sentido, redescubrir el mundo, su mundo; y plasmarlo en pinceladas con el poder de conmover a quien, sin prisa, se detiene frente a ellas.
Lo poco que sé de arte, se lo debo agradecer a D. Andrés y D. Juan Manuel, profesores de Historia e Historia del Arte en Salesianos. Ellos me enseñaron a mirar y descubrir la belleza y el significado que contenían los monumentos, esculturas y pinturas que estudiaba. Y además, sabían hacerlo de forma divertida.
En el salón de mi casa materna, ya no están aquellos cuadros-copia de mi infancia. Adornan el nuevo salón un par de cuadros de la Virgen, de un pintor que tiene su taller a pocos metros de nuestra casa, una costurera del mismo autor, y la litografía de la Torre de la Mezquita que le regalamos a mamá por nuestra boda. Sin embargo, yo, que ya he habitado varios salones propios, nunca conseguí encontrar un cuadro que colgar de sus paredes, entre otras cosas porque me negaba a poner cualquier cosa para tapar el vacío y porque me repele colgar un cuadro-copia o un cuadro Ikea. Sólo dos cuadros: uno que pintó para mí, enmarcó y me regaló mi hermano y otro, muy simple, sólo seis espigas de trigo simétricas y sobre un lienzo basto, pintado por una aficionada y comprado en una feria de verano en el Bygde Tun de Hemnes; tuvieron para mí el valor necesario para completar un espacio.
Sin embargo, tras esta larguísima introducción, tengo que asumir la compra de un cuadro-copia. Intentaré, a partir de ahora, justificar esta decisión.
A pocos metros de nuestra nueva casa, hay una tienda de artículos de segunda mano, ASVO. Los beneficios que se obtienen de las ventas van destinados a personas discapacitadas, con problemas de adicción...
Cada mañana, cuando salimos a pasear a Matías, pasamos junto a los escaparates y miramos desde la calle, por si vemos algo nuevo. Una mañana, hace unas semanas, un cuadro nos llamó la atención. Por lo poco que sé de arte, no identifiqué la obra. Pensé que, quizá, era de un pintor local aficionado que, con lo poco que se de arte deduje, le había dado un estilo Munch a su pintura. Como el paseo de ese día fue por la tarde, la tienda estaba cerrada y no pudimos entrar para ver el cuadro de cerca. A la mañana siguiente comprobamos que la pintura no era más que una lámina, y que el estilo era tan Munch como que se trataba de uno de sus cuadros. Inmediatamente le anuncié a Nathaly mi firme resolución de no poner ninguna lámina de un cuadro conocido en la pared de mi salón. Nathaly no quedó nada conforme con mi firme, firmísima, decisión. Un día después, coincidiendo con nuestro paseo matutino, vimos a una pareja, mucho más madura que nosotros, mirando el cuadro con mucha, muchísima, atención. En ese momento, dos pensamientos cruzaron mi cabeza a la velocidad del rayo: si ellos compran el cuadro, Nathaly me lo va a estar recordando toda la eternidad; pero, si nosotros, que somos una pareja bastante menos madura, aceleramos el paso, les adelantamos por la derecha, y Nathaly entra mientras yo bloqueo la puerta con el carrito de Matías; llegamos al cuadro antes que ellos. Dicho y hecho. Reconozco que me subió un poco la temperatura cuando la cara de la señora, tan simpática ayudándome con el carrito de Matías en la puerta, se congeló al ver a Nathaly venir hacia mí con el cuadro bajo el brazo.
Además de esta serie de acontecimientos nada frecuentes, debo señalar, en mi defensa, que el cambio en mi firme, firmísima, decisión se ve atenuado porque se trata de una obra desconocida, desconocidísima, del autor de "El Grito"; porque Munch es un pintor Noruego, y Noruega tiene tan poca población que cualquiera de los genios que ha dado esta tierra nórdica, puedo ser considerado un autor local, porque escucharle a Nathaly aquello de "por tu culpa no compramos aquel cuadrito" toda la eternidad, no tendría ninguna gracia; porque, pensándolo bien, aquel cuadro había estado colgado del salón de alguien durante muchos años, y eso, quieras que no, ya le da valor de antigüedad; y, por último, porque, qué carajo, el cuadrito a mí también me gustaba un montón.
Después de llegar a casa y reírnos un rato de nuestras carreritas mal disimuladas por la tienda, le encontramos un modesto rinconcito al que, espero, sea el único cuadro-copia de mi salón. Eso sí, ya le he avisado a Nathaly de que si algún día me da por colgar un cuadro-Ikea, debe llevarme inmediatamente al psiquiatra.
Este año, la nieve se ha hecho esperar más de lo habitual, no hace más de cuatro días que hizo su aparición en nuestra calle. Cosas del cambio climático, supongo. Qué miedo me da de pensarlo. Esta es nuestra pequeña avenida. Verdad que se parece un poco a la del cuadro, quizá por eso nos gustó tanto. Ojalá que, toda la eternidad, esta diminuta avenida de pueblo se llene de nieve en invierno, y los hijos de los hijos de Matías. Kevin y Erik, estén donde estén, puedan mirar estas fotos y reconocer el paisaje, y puedan seguir disfrutando rodando por la nieve, haciendo muñecos gigantes o entablando feroz batalla de inofensivas bolas blancas.
Este año toca Navidad cordobesa, cuento los días y los cafés que me faltan para aterrizar en Málaga y llegar a Córdoba y comerme una Delicia y una Logroñesa y cachito de El Almendro y cantar villancicos de Manolo Escobar y Yerbabuena y pasear y tomarme un fino y decir Feliz Navidad, ir a la misa del gallo y hartarme de ver nacimientos...
El año que viene, si Dios quiere, celebraremos la Navidad junto a nuestro maravilloso abeto, que no me canso de mirar cada día desde mi ventana.