Quizá, por ser la primera vez que te escribo sobre Nadal, debería haber esperado a una final de Roland Garros, puede que contra Federer o contra Djokovic, una final que, pudiera ser, acabase con un nuevo trofeo de campeón levantado por Rafa al cielo de París.
Sin embargo, hoy nos sentamos frente al televisor puntuales, a las 9.30 de la mañana, para ver a Nadal en Australia, contra un tal Wawrinka. Tres horas después yo sigo en el sofá, fastidiado porque Rafa ha perdido contra el tal Wawrinka, y tú, que todavía tienes unos cuantos años por delante para decidir si te gusta el tenis o no, estás gateando por la alfombra frente al televisor. Me levanto del sofá y te tomo en brazos, fastidiado porque Nadal ha perdido, pero orgulloso, muy orgulloso de como se comportó hoy, en la derrota, nuestro campeón.
Durante todo el campeonato Nadal ha sufrido con una terrible llaga en la mano con la que golpea.
Con semejante herida más de uno habría abandonado la competición, con una herida como esa la mayoría se hubiesen quejado, pero Nadal no. Rafa siguió jugando y ganando, apretó los dientes y el puño contra la maldita llaga y golpeó y golpeó la pelota hasta sacar de la pista a todos sus rivales, el gran Federer incluido.
Y así se plantó nuestro Rafa en la final de Melbourne: con una mano herida pero dispuesto a jugar su mejor tenis contra el tal Wawrinka.
Poco antes de empezar el partido, contigo a mi lado en el sofá, yo sufría por la mano de Rafa pero no tenía dudas de que terminaría ganando el partido. Durante el calentamiento Rafa sufrió un pinchazo en la espalda, en aquel momento nadie se dio cuenta.
Empezó el partido y el suizo Wawrinka parecía el gran Federer en su mejor momento y nuestro Rafa no se parecía a nuestro Rafa. El tal Wawrinka parecía tener un cañón en el brazo y Rafa parecía no poder llegar a las balas que le llegaban desde el otro lado de la red. Miré con preocupación su mano, pero preferí pensar que simplemente había entrado un poco frío al partido.
En algún momento debiste protestar y probablemente te tomé en brazos y te paseé por el salón. Cuando te dejé en los brazos de mamá, listo para comer, vi que el tal Wawrinka parecía tener un cabreo de mil demonios y no dejaba de protestarle al juez de silla. Rafa estaba desaparecido. Atención médica, supuse, la dichosa mano, imaginé. El suizo estaba cada vez más cabreado, y eso que iba ganando. El tal Wawrinka empezó a caerme mal, y olvidando que ya paso de los cuarenta, empecé a desear con todas mis fuerzas que súper Rafa saliera del vestuario con la mano arreglada y barriera de la pista a este suizo impertinente como hacía dos día había barrido a su compatriota, el gran Federer. Y en mitad de este deseo infantil me enteré de que el problema no era la mano.
El el final del segundo set, Rafa me recordó a un boxeador que, a punto de besar la lona y sabiendo que todo está perdido, se resiste a caer con todas su fuerzas. No creo recordar haber visto nunca una mirada tan triste en sus ojos. Con todas mis fuerzas desee que tirase la toalla y abandonase esa maldita pista y que el tal Wawrinka ganase de una vez esa mierda de partido.
Pero no abandonó, con tristeza en la mirada y un terrible dolor de espalda continuó jugando. Sacó lo mejor de su muñeca, no intentó perseguir los cañonazos del suizo, se concentró sólo en cada uno de sus golpes y durante una hora consiguió hacernos soñar. Salté del sofá y te desperté, incluso alguna vez me miraste un poco asustado; con cada uno de sus puntos, y al tal Wawrinka lo envié más de una vez a pastorear vacas cántabras. Rafa, cuando todos ya habíamos arrojado la toalla, ganó el tercer set y consiguió que la muñeca de Wawrinka temblase. Rafa lo intentó en el cuarto y durante unos puntos, pensamos que iba a conseguir alargar el partido y que si lo alargaba su problema de espalda sería una minucia comparado con el terremoto que iban a acusar las muñecas de Wawrinka. Pero no pudo ser, y la tristeza de sus ojos se hizo lágrimas y todos quisimos llorar con él. Por eso, aunque a priori no parecía la "final del siglo", y aunque perdió Rafa, quiero contarte que cuando tú tenías apenas seis meses y medio, Rafa Nadal, nuestro Rafa, nos dio un maravilloso ejemplo sobre cómo afrontar la adversidad y comportarse en la derrota.
A tu abuelo y a mi nos gustaba el tenis, la verdad es que nos gustaban casi todos los deportes, sobre todo si jugaba algún español. Santana había sido nuestro gran tenista pero yo no lo había visto jugar. De niño recuerdo algún partido de Manolo Orantes y sobre todo los Björn Borg contra John McEnroe (yo iba con Borg). Crecí y el tenis me siguió gustando y seguía viendo los grandes partidos junto a tu abuelo. Connors, Becker, Wilander, Vilas, Lendl, Sampras...
En aquellos años nuestro mejor tenista era una mujer que usaba un original sostenedor de pelotas en su espalda y una muñequera enorme con la bandera de España. Cómo disfrutamos tu abuelo y yo viendo ganar a Arantxa Sánchez Vicario en Roland Garros. Después empezaron a salir un montón de jugadores españoles que tenían por costumbre ganar en París: Bruguera, Moyá, Costa y Ferrero; pero tu abuelo ya no estaba sentado junto a mí en el sofá para celebrar.
Nadal ya tiene 27 años y trece grandes en su palmarés. Nadal gana en París, en Melbourne, en Londres y en New York. Nadal es hoy el número uno y la lista de adjetivos, todos buenos, que añadir a su nombre es enorme. Confío en que el físico le aguante, espero que te guste el tenis, que te gusten casi todos los deportes en realidad, como a tu padre y tu abuelo, y ojalá que cuando tengas cuatro o cinco añitos y ya sepas quien es Rafa, veamos juntos, querido Matías, una gran final. Al terminar el partido, con la victoria o la derrota haciendo agua en mis ojos, miraremos al cielo para contarle al abuelo lo grande que es nuestro Rafa.